viernes, 29 de junio de 2012

Estriado

El aula es triste. Gris. Muy gris. Las paredes sumidas en dos tonos fúnebres que contristan. Ahora no hay nadie. Falta la magia de la clase. La vida de los estudiantes falta. ¿Por qué he vuelto a esta sala vacía? En uno de los ventanales, desmesurado, altísimo, dividido como en un ajedrez de vidrios, el cristalero -el divino cristalero- tuvo una ocurrencia. Por no sé qué razón uno de los cristales cuadrados se rompió. En lugar de sustituirlo por otro igual, transparente, el empleado, sublime, colocó uno estriado. De forma que, por algún capricho óptico, cuando miro a su través, las imágenes se duplican. Las personas, por ejemplo. Cada una de ellas se dobla, su yo y su otro. Lo milagroso de este cristal acanalado es que, a su amor, por una vez, el hombre y su geminado se coordinan, están concordes, caminan juntos por una pantalla vítrea pura, esmerilada, ondulada, casi marina, sin matarse.

domingo, 24 de junio de 2012

La muerte de Juanba

A Juamba le mataron los que no saben de agua ni brisa ni trigo ni besos. A Juamba le mataron los cazadores de ciervos. Zacarías e Isabel se derrumbaron, palacios viejos, en ruinas sus corazones de padres de un muerto. Padres de un muerto. Cómo entiendo ahora, tan sola, su dolor sólido, su dolor sin agujeros. Manuel se volvió loco. Le habían saqueado hasta el último céntimo de su amigo. De su compañero. Habían matado a un hombre. A un hombre. Para Manuel fue el primer muerto. Simplemente no podía entenderlo. José había muerto porque era su padre. Como nacen los ríos. José Puente. Porque era carpintero. Había vuelto a la madera a su debido tiempo. Pero lo de Juamba era distinto. Lo habían apagado. Lo habían desnacido en pleno celo. No podía ser. No podía entenderlo. Se volvió loco en las venas. De pena. Dejó de leer. Durante, yo no sé, más de cinco semanas no comió casi nada. Agua. Sólo bebía agua. La comía. Comía agua llorando. A dentelladas secas y calientes. Yo le llevaba pan y vino y queso y leche con canela y buñuelitos de viento y todo lo rechazaba y devolvía los platillos íntegros. Se quedó en los huesos. Deliraba esquelético. También rechazó a los médicos como si llevaran el diablo dentro. Yo no me apartaba de su lado. En verdad, en toda su vida nunca me aparté de su zona eléctrica. Yo no sé. Estuvo cuarenta días enfermo. Menguando. Un día me llamó quedo y balbuceó tres palabras. Madre. Cada. Hombre. Tal vez también ensayara la palabra palabra. Ya no me acuerdo. Y se quedó dormido. Poco a poco fue recuperándose. Comía y empezó a leer. Engordó un poquito y se dejó el pelo largo como un cantante. Sí. Como un cantante. A mí no me gustaba porque, además, Manuel cantaba muy mal. Yo no le comprendía. Pero le guardaba todo entero, como un pañuelito de hierbas, en mi corazón.

De '...Según María".

martes, 19 de junio de 2012

Soneto despacio a un inmigrante negro

Como una mano rota está temblando

como sólo un hombre puede hacerlo:

tiritando desde el norte hasta los tuétanos,

temblando el alma, el amor temblando.


Tirita tanto que tirita cuando

está dormido y cuando está despierto,

le tiritan los ojos y el invierno,

metros de piel le siguen tiritando.



Tirita porque no tiene la palabra,

porque lleva descalzas las respuestas,

porque a sus manos una lágrima se asoma



más grande aún que el hambre de su cara,

más grande que el tamaño de su pena,

más grande que el color de su persona.



De "Sonetos Despacio"

sábado, 16 de junio de 2012

Intentad que vuestra palabra sea honesta

Intentad que vuestra palabra sea honesta, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. Limpia. Una palabra honesta no tiene por qué ser cierta. Pero ha de ser insobornable. Ha de permanecer insobornada. Limpieza es decir lo que se piensa. Satisfacer al príncipe con la palabra es traicionarla. Mercadear. La lisonja es la palabra confortable. Lucrativa. La palabra limada de sus aristas. La palabra honesta es afilada. Acongoja cielo y tierra con su lanza. Anuncia. Denuncia. Incordia al malo. Es el bálsamo del herido. La palabra. Haced palabra vuestra carne. No olvidéis que también la mentira es palabra. Que la palabra en bocas deshonestas es mentira. La palabra mentirosa es el disfraz frecuente de la trampa. Trampas atractivas. Seductoras. Palabras ornamentales. Embaucadoras mayúsculas. Huid de las palabras llenas de majestad y de excelencia. Majestad. Excelencia. Para mí, estas palabras son un insulto. Juegan al escondite de una inmensa injusticia. Honestamente yo no podría ser un rey. No conozco ninguna excelencia limpia. ¿Es posible hallar bondad en tales palabras? ¿Es posible ser bueno en un palacio? En un palacio sólo es posible ser ciego. No querer ver lo que hay fuera. Si una majestad, si una excelencia viera lo que hay extramuros no podría soportarlo. No es posible hablar a dios en un palacio. Por mucho que su nombre invoquen, la palabra de dios, honesta y limpia, no entra. “El rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las carnes bien abrigadas, no vale..., por Dios vivo, que no vale”, clama el Galdós más pleno de misericordia. No entra el Cristo en los palacios, por más que éstos se cubran de espurias cruces de marfil y plata. ¿Es compatible ser poderoso y ser bueno? Decid siempre lo que pensáis. Insobornables. La palabra. No la palabra trampa. Sino la honesta y limpia. “Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor”, decía Jesús de Nazaret. La autoridad ha de ser diaconía. Servicio. No arrogancia. Vanidad. Interés. Hurto. No conozco ninguna majestad, ninguna excelencia limpia. “Nadie puede reinar inocentemente”, advirtió el controvertido, guillotinado, Saint-Just.

De "Lázaro Valbuena"

jueves, 14 de junio de 2012

Lo que hoy te quiero decir

Lo que hoy te quiero decir siempre te lo estoy diciendo lo que hoy te quiero decir no cabe en verbos perfectos no cabe en claustros ni en el vino lo que hoy te quiero decir siempre te lo estoy diciendo te lo dicen nuestros dedos nuestros atrevidos dedos tus noes siempre esqueléticos aquel sí que mide el tiempo las caricias como ejércitos las posturas clandestinas a hurtadillas del invierno las mentiras familiares los trapicheos sin cuento los mejores restaurantes y los peores (por cierto) las criptas santanderinas las propinas del silencio el sudor con que vestimos por completo los jadeos los hoteles repetidos siempre nuevos las playas la piscina la hípica el cemento lo que hoy te quiero decir te lo dicen las ciudades medievales y los pueblos las cuevas los monasterios los erizos de mar en condimento don antonio la tramontana los aeropuertos los pinchazos oportunos los abanicos de viento la memoria los proyectos cómo no: nuestro pañuelo las fuentes iluminadas los desayunos por supuesto las aceitunas rellenas el marisco sebastián los andaluces aquellos tu manera de nadar los helados que te gustan mis sabores predilectos las lágrimas y sobre todo su olor a verdadero el cheque de un millón y medio mis tropezones fingidos mis chistes viejos la gallega sin remedio los médicos de mujeres los farmacéuticos ah por dios se me olvidaba: el teléfono el veinticinco de enero mi perra tus bailarinas el rojo y el negro el descenso de bellver sus recovecos los apuros tan divertidos en los asientos traseros lo que hoy te quiero decir siempre te lo estoy diciendo

De "Ni en los vientos. Ni en los mapas".

lunes, 11 de junio de 2012

Estilo Epistolar

Querido hijo:
Ahora que tienes un tercio de mi edad y, quizá, el doble de lo que me falte quiero pedirte que te calces mis gafas y mires conmigo la distorsión de la vida. Con mis gafas pareces mayor. Casi tan lejos como yo. Yo, sin ellas, veo borrosas hasta las gafas que llevas puestas que, por cierto, me parecen muy similares a las mías.
¿Recuerdas, hijo, dónde he dejado yo mis antiparras? A mi edad se olvidan las cosas. Y las gafas también. Y sin mis gafas, hijo, no veo bien. Claro. No veo claro. Incluso a ti, que tienes una figura atlética, un corazón nítido, una cara nueva, te veo borroso. Es más. Te veo con gafas. Y yo no sabía que usaras gafas. Aún más, aunque apenas las distingo, me suenan mucho. ¿No estarás jugando, tomándome el viento, y me las habrás cogido a hurtadillas y te las habrás puesto? Así, como jugando. Conmigo. Tu viejo. Jugando…

De "Curso de Gramática"

viernes, 8 de junio de 2012

Mi queridísimo pantalón

Mi queridísimo pantalón:

Voy a escribirte hoy el capricho de tu vuelo. Acogedor pantalón, tibio guante postinero, cada vez que descalzado de ti intento ahorcarte en la cárcel del ropero, mi antojadizo pantalón titiritero, te escurres de la percha y tocas suelo y parece como si quisieras -automóvil- emanciparte. Semoviente. Soltero. En airoso vuelo de franela resbalas y, cada vez, por un momento, el esqueleto de tu raya te sostiene en pie, erguido, tenso, como balbuciendo un paso. El primero. Inmediatamente, claro, te derrumbas en el pozo del armario y te pliegas y te contraes y te achatas como un acordeón muerto. Como un pantalón muerto. Como un hombre muerto.

Mi queridísimo pantalón libertario y tesonero, pantalón reincidente, intentadizo, pantalón vitalista y volandero, siempremente derrotado, prisionero, mi pantalón viejo, para ti estos versos contritos de tu descomunal alcaide.

De "Cartas a mis cosas"

sábado, 2 de junio de 2012

Lanzarote, Semana Santa 2012

Es la noche. Ella y yo. Y la isla. El mar no se ve. El mar y la tierra se presienten. Ella y yo paseamos por el litoral. Ella y yo somos todo compañía. Aislados. Litoralizados. Nuestras palabras se han agarrado de las manos. El amor se pasea por el litoral. La isla presentida. Es la noche.

La Geria, Lanzarote
(Fotografía Gorka Zumeta)
De repente, al amor de nuestro amor, se convoca la luna. Primero, un resplandor se anuncia en lo que debe ser el horizonte. El horizonte tampoco se ve. El resplandor lo intuye. Después, como una flecha de fuego, se asoma quemando un arco de luna. Es la noche. El mar y la isla empiezan a entreverse. Ella y yo paseamos el prodigio. La luna se sube y se ennaranja. Redonda. Flotante. Rumbosa. Rampante.

La noche se abrasa. La isla se hace luz manifiesta. El mar y la tierra luminosamente se ostentan. Todo se ve. También el amor es evidente. Ella y yo, agarrados de nuestras palabras, paseamos por el litoral llameante. Ella y yo. Lunamente.


En el barco todos vamos sonrientes. Navegamos desde una isla. Hasta otra. Hasta otra isla. Como si navegáramos la travesía de la vida. Todos estamos exultantes. En el barco. El sol nos broncea. Mientras navegamos, inconscientemente, el sol nos quema. El mar bambolea el barco. Los pasajeros, inocentemente felices, jalean cada bravío vaivén. El mar nos lleva. Nos aturde. Nos marea.

Parque Nacional de Timanfaya, Lanzarote
(Fotografía Gorka Zumeta)

En el barco todos navegamos contentísimos. Un adolescente militarmente rubio se apoya en el hombro de su madre. Su madre entiende de inmediato. Los dedos maternales se resuelven pronto en cuidados. Se demoran en la cabellera. Juegan en la nuca del hijo. Hacen de la espalda del chiquillo un blando tambor.


Todos en el barco les miramos. Todos bronceados. Zarandeados. Inconscientemente miramos cómo el amor navega, quemándose entre vaivenes, desde una isla hasta otra isla.

El hotel está lleno. Se hospeda una abigarrada galería de extranjeros. La pareja que ha adoptado a la niña que vive en su sillita de ruedas. La esposa que acerca, todos los días, las viandas del bufete a su marido ciego. La mamá escandinavamente alta que trata con ternura al adolescente fiero. Hay una abuela que, también cada día, se ríe con sus dos nietos chamuscados, obviamente sobrevivientes de un incendio. Una pareja muy joven alardea de su amor primero. Un hermano interminable y flacucho lleva de la mano, rescatado, al llorica pequeño...


El hotel está lleno. Una abigarrada galería de extranjeros. Pero, pienso, aunque no entienda sus idiomas, aunque sus tipos sean tan diversos, en verdad no me resultan extraños. Todos quieren. Todos saben querer. Todos son iguales en eso.


El hotel está lleno. Hombres y mujeres y niños y enfermos. Pienso. Pienso que, para mí, sólo el que no ama, el que no sabe amar, ése es mi extranjero.

Fundación César Manrique, Lanzarote
(Fotografía Gorka Zumeta)
Sentado esta mañana en una terraza del paseo marítimo se ha producido un curioso efecto óptico. Se me ha producido. Yo observaba. Como poeta, como hombre, me encanta observar. Lo necesito. Observaba el pretil. Era un murete bajo. De piedra volcánica mampuesta. De repente el pretil se interrumpía. Probablemente para dar acceso a la playa. La interrupción formaba como un cuadro. Como un cuadrángulo que enmarcaba la arena, primero; el mar, después; y, finalmente, el cielo. Lo sorprendente era que entre el agua ondulante y el espacio aéreo no se perfilaba el horizonte. No sé por qué curioso efecto óptico no se dibujaba la línea del horizonte. Sin solución de continuidad mar y cielo en un infinito perfecto. Súbitamente has irrumpido. No sé de dónde, has penetrado en el cuadro perfecto, infinito, haciéndolo, claro, aún más bello. Y, lo he comprendido, eras el horizonte que faltaba. No un horizonte horizontal. Tu interminable vertical de belleza plena ha perfilado, ha dibujado la línea que une el infinito mar y el infinito cielo. Hacia arriba.

Esta mañana se ha producido, se me ha producido un curioso afecto óptimo.