domingo, 26 de mayo de 2013

Araña


Hay una araña en la entrada de mi casa. En la entrada, como si fuera muy adentro. Luce cinco brazos. En cuatro de ellos alumbran sendas bombillas halógenas, nuevas, cuyo cristal es pura transparencia. En el otro brazo se resiste una válvula incandescente. Una vieja válvula incandescente ahumada. Ilumina desde hace no sé cuánto cielo. Cual si iluminara eternamente. Parece que nunca se fundiera. Que nunca se extinguiera. Parece que su fuego fuera rescoldo infinito. Tuero perfecto. 

Hay, también, una araña en la entrada de mi amor. Una araña que me araña como si fuera muy adentro. Ahora sólo hay araña. Antes había una permanente bujía que, aunque ahumada, me iluminaba desde hacía no sé cuánto cielo. Ahora es apagamiento infinito. Ciego perfecto.

19 - 5 - 13

domingo, 19 de mayo de 2013

Violín

Hace ya muchos daños, justo cuando enamoró mi pasión, un laudero me dijo que el violín es el instrumento que resuena más como la voz del hombre. Que más se asemeja al llanto humano. Su capacidad de armonía, al frotar con tensión las cuerdas, llora el diapasón -sol, re, la, mi- de la más honda congoja. El cuerpo estilizado de un violín es un cuerpo encogido por el dolor. Un dolor que le dobla la cintura, que curva y estrecha el orgullo, un dolor que colma su bóveda. Hasta el mástil del violín se encorva, al extremo, en una voluta de alta tristeza. El alma del violín es un sufriente cilindro que gime desde su madera. La lástima del violín suena aguda. Es la lástima más aguda de la creación. El cantino del violín puja el quejido más afilado que cabe en un verso.

Hace ya muchos daños un laudero me dijo que el violín es el instrumento que más se asemeja al llanto humano. Desde entonces he escuchado mucho. Con asombro he alcanzado la certeza de que ningún violín, por prodigioso que fuera, por atribulado que fuera el rumor de su remota fídula, de su afligida vihuela, ningún violín vibra la pena tanto como vibra mi pena, ningún violín tremola tanto como tremola mi quiebra.
 
27 - 4 - 13

domingo, 12 de mayo de 2013

Hierro

No existe la eternidad. La eternidad pequeña. La eternidad del tamaño del hombre. Del tamaño de un hombre. La mía. No existe, ya, mi eternidad.
 
No sé de la grande. No sé si Dios es eterno. Si es eterna la electricidad de una centella. O el odio. No sé si son eternos. Ni me importa.
 
Pero sé a ciencia cierta, ahora, que ahora no existe mi eternidad. No existe la eternidad del tamaño de un hombre como yo.
 
Antes sí. Antes yo era eterno. En pequeña proporción. No como Dios o la luz de una centella o el infinito del odio. No. En proporción pequeña. Yo antes era eterno en el amor. En su alegría eterna. Y no imaginaba, ni siquiera imaginaba, que la eternidad se pudiera acabar. Que se me acabara. 
 
Nadie -sólo yo- es capaz de tanto hierro. Del hierro de saber esto. Un hierro sin Dios. Sin centella. Sin odio. Puro hierro. Yerro eterno.
2 - 5 - 13

sábado, 4 de mayo de 2013

¿Errendi?


Me hacía una pregunta. Siempre me ponía una pregunta a la altura. Una pregunta que me hacía más alto. Yo lo notaba. Cómo crecía. Aunque nunca tuviera. Aunque nunca acertara la respuesta. Mi hermano mayor -él creía que jugando- siempre me perturbaba con alguna de sus preguntas. Por ejemplo. A que no sabes cómo se llama un cabo muy grande que hay al sur de África. Muy ufano me espetaba que él sí. Que él sí que lo sabía. Porque se lo acababan de explicar -de explicar…- en el cole. En su clase. Que era, claro, la de los mayores. Yo, aturdido, saltando mi ignorancia de un pie a otro, ni siquiera sabía qué fuera un cabo -un soldado no era, eso seguro- ni qué fuera África. Aunque notaba que crecía, que crecía con la pregunta, mi conturbación era tan grande como mi rabia. Mi hermano mayor, conmiserativo, entonces, indefectiblemente me regalaba una pista. Te voy a dar una pista, sonreía. Empieza por E y termina por A. Yo me estrujaba los sesos que, como dedos, se me habían caído a los bolsillos de los pantalones. Y, humillado, le respondía que no. Que no lo sabía. Que ni aun así lo sabía. Ni aun con la pista de las vocales inicial y final. Llegados a este punto, mi hermano, disfrutando dolorosamente, inquiría, me inquiría: ¿errendi? Lo que, en nuestra jerga infantil y secreta, equivalía a un demoledor ¿te rindes? Yo me debatía entre mí mismo, rebelde a la derrota, hasta que, en un alarde de fragilidad, muy bajito, susurraba que sí. Que me rendía. Y ahí la edad de mi hermano mayor se engallaba chillando: ¡Esperanza, el cabo de Buena Esperanza!

Hoy, muchos años después, ya no hay hermano mayor. Yo soy, insuficiente, mi propio hermano grande. Cuánto daría por mantenerlo. Por mantenerme el pequeño. Persiste, sin embargo, la pregunta. No aquélla, claro. Sino otra. La pregunta. Que no me eleva. Que me perturba implacablemente. No hay, tampoco, colegio donde me la puedan explicar. Explicar… Ni hay, tampoco, pistas sobre su resolución. Así, vivo derrotado. Sin ella. Como el hierro, como el yerro, férreamente rendido. Sí. Rendido. Sin ella. Lejos. Indeciblemente lejos, al cabo, de la buena esperanza.

19 - 4 - 13