domingo, 27 de octubre de 2013

La lupa

(más allá del subjuntivo) 

No sé a qué animal perteneciera. A qué elefante o a qué otra pasmosa fiera. El colmillo en el que yaciera -bruta- el asta de mi lupa. El colmillo en el que la ebúrnea asa se escondiera. No sé qué animal la gestara óseamente alerta. No sé tampoco quién fuera el divino artesano que la rescatara. Que la labrara. Como la tierra. Que la esculpiera. Como piedra. El minero que en el marfil hallara la veta. La potencia. No sé tampoco -nada- del orífice que engastara la lente en el aro de oro que la abraza. Que la mima. Que la rodea. El orfebre aquel que tuviera la prodigiosa idea de adosar al mango casi vivo la redonda transparencia. La lupa que acecha. Enmarcada en oro. Y su empuñadura marfileña. Para que yo la blandiera. Esgrimo mi lupa y mi lupa aumenta. Revela. No sé quién le pusiera mano -para mí- a este cristal que penetra. Que merodea.



De "Curso de Gramática".

domingo, 13 de octubre de 2013

Pumba Lacatumba

Es casi verano. Siempre es casi. Ella y yo vamos hacia la guardería. Cuatro años. El niño tiene -es tenido- cuatro años. Todos los días, cuando nos lo devuelven, cuando nos regresa, es como si la vida se precipitara a la vida. Nosotros, ella y yo, recuperamos el mundo diminutivo. Él, el niño, se asegura. Todo son dedos y bocas que se cruzan y preguntas sin pena.

Hoy, que es casi, que es casi verano, nuestro hijo nos cuenta, en palabras que empiezan, en sus palabras de juguete, que la seño le ha enseñado una canción. Y que la tenemos que -la tenemos que- escuchar. Y que nos la va a cantar. Y canta así. Pumba. Pumba. Pumba lacatumba. Y ahí se queda. Una y otra vez. De ahí no sale. Ahí se queda. En el perpetuo pumba lacatumba. Y ella, su madre, se ríe. Y yo me enojo. Me enfada ese trivial pumba lacatumba que el niño no sabe vencer. Y ahí se instala. Una y otra vez. Nada más que pumba lacatumba.

De aquello hace veintitantos años. Hoy lo he recordado. Hoy también es un día de verano. Aunque mi alma, otoñal. No lo sepa. Ella ya no está. Ella ya no se es conmigo. El niño diminutivo también desapareció entre afeitados y besos lejanos y tanta pena en las preguntas. Ya no hay risas. Casi no hay risas. Siempre es casi. Y yo, sin ella, vivo denodadamente enojado. Y, es trágico, es curioso, se mantiene. Se permanece. La vida, mi vida, ha devenido un martillo. Un estribillo. Un perpetuo, un permanecido pumba lacatumba que no me permite cantar.

4 - 8 - 13

sábado, 5 de octubre de 2013

Memoria

Llevo tantas aulas en mis años como si las venas me fueran de papel. Y tinta. Y tiza. Blanco polvo de tiza. Más de media vida, claro, es toda una vida. Toda una vida de preguntas y luz. Ahora, al cabo -al cabo…- de tanto tiempo me bromean algunas ilusiones. Por ejemplo. Recuerdo en el ensueño a mis alumnos, a los que di de comer y me nutrieron. Los recuerdo detenidos en su edad. En aquella su edad. Una formidable teoría de jóvenes permanecidos en los veinte años. No puedo -no quiero- imaginarlos crecidos. Maleados. Viejos. Mi memoria los retiene en plétora, hermosos y bellas, tersura pura y pura potencia. Me ha ocurrido, incluso, alguna vez, que la vida me ha cruzado con un antiguo estudiante ya curtido y yo le he estorbado el saludo, no he aceptado reconocerlo, me he negado a la evidencia. Los quiero a todos como eran. Porque eran. Tanteando. Intentando el primer -o el segundo- beso. Curiosos. 
Llevo tanto amor en mis años que las venas hechas polvo. Más de media vida amándola. Ahora, al cabo, ya no la tengo. Ya no tengo ilusiones. De todas todas la recuerdo con veinte años. Incluso cuando la recuerdo maleada y vieja tiene veinte años. Potente. Bella. Era entonces cuando le decía, por ejemplo: sal, rosa, himalaya fina. O le decía que me sabía a sur. Y era entonces cuando yo intentaba, siempre curioso, el enésimo beso.

17 - 7 - 13