sábado, 22 de febrero de 2014

Duermevela

Sólo la poesía puede decir la música. La música sugiere, sólo, versos. La música transpone a un estado de trance poético. De éxtasis lírico. Una duermevela apasionada donde lo inefable compite en amabilidad con el infinito. Al mismo tiempo sobran las palabras y todas las palabras exactas son necesarias. La belleza se escucha y el poeta, absolutamente, la tiene que empalabrar. De forma que la música no se explique. Sino que el poema la interprete, la juegue, la esté en su cabalidad. De forma que sea indiferente penetrar una melodía o transfundirse su poema. Los mimbres, las cuerdas del texto; el viento de la voz; el metal sonoro del silencio íntimo; la rítmica percusión de la rima siempre nueva, nave siempre; la integridad, pues, de la poesía es la única identidad de la música. La música es una metáfora y sólo una metáfora puede comprenderla. Si yo, ahora, detengo este verso [ ], la orquesta total se abstiene totalmente y la música, mi música, esta música, cesa.

sábado, 1 de febrero de 2014

Magnificat

Emparedada entre las ruinas de una vieja casona negra he hallado, por pura casualidad de curioso irredento, esta invectiva terrible. Quien la escribiera había de estar desesperado. Y muy cerca del miedo. La transcribo con toda prevención. A saber:
 
“Dios mío, si en verdad fueras grande. Si no fueras tan mezquinamente humano. Tan bajo hombre. A mi diminuta alma mortal y tierna le gustaría creer en tu grandeza. A mi espíritu físico y lírico le alegraría que lo salvaras. Pero o no sabes o no quieres. En el primer caso eres un ignorante. En el segundo, un cretino. Y si el vértigo fuera que no pudieses, que fueses impotente, entonces, dios mío, lisamente no eres un dios. 

“Dios mío, me miras y pretendes humillarme. Pretendes que te viva humillado. A ti. No buscas en mí a un hombre desmoronado y provocante, a un hombre famélico y polémico, sino a un esclavo que te adore porque, dices, lo amas. Pero amar, dios mío, no es esclavizar. Sino todo lo calvario. 

“Dios mío, has hecho de mí y de todas las generaciones unos desventurados. Teniendo -no lo creo, no lo puedo creer- la opción de regalar maravillas, tu maldito poder nos ha bendecido con toda suerte -con toda muerte- de penas. Eres malo, señor. La maldad es tu nombre. La maldad del omnímodo que no se emplea sólo en la bondad. La miseria de tu corazón persigue que te tema. Que se te tema. Que te temamos. Y así un siglo tras otro. Por los hijos de los hijos.

“Dios mío, no tienes razón. Pero ostentas la fuerza. Logras proezas con las victorias de tu brazo. Y sus músculos. Frecuentas el gimnasio de la impiedad. Y te ejercitas. Soberbio, congregas a los soberbios. Rey, resumes todos los tronos. Arrogante, gozas en la genuflexión de los humildes. Injusto, colmas de hambre a los hambrientos y de oro a los ricos.
 
“Dios mío, por favor, no me auxilies. Cada auxilio tuyo es una cadena. Acuérdate de la compasión, tu absoluto desconocido. Dios mío, que matas a todos los buenos como mataste a tu hijo y a todos los ciervos, dios mío, olvídame. Olvídanos.”