domingo, 30 de noviembre de 2014

La novela de Ana María Matute

Protesto porque no estoy muerta 

Ana María Matute acaba de morir en este año de desgracia de dos mil catorce. Aunque, por supuesto, en realidad, Ana María Matute no acabe de morir nunca. Es cierto que nunca es una palabra muy larga. Pero, pensamos, no más larga que la luminosa sombra de nuestra escritora comprometida.  

En efecto, no sólo por formar parte en su día de lo que se ha dado en llamar la Generación de los Cincuenta, la generación del social-realismo español, sino por propia voluntad intelectual mantenida, resistida hasta el final de su vida, Ana María Matute se integra de manera eminente en ese arriesgado grupo de escritores de todos los tiempos que concibe la literatura como un ejercicio moral. Humanista. Ético y estético a la vez. Grupo al que pertenecen, por citar caprichosamente sólo algunos autores especialmente queridos, Fray Bartolomé de las Casas, quien en su Brevísima, para no ser reo de complicidad, callando, deliberó poner en letras de molde cuanta injusticia su conciencia le dictaba. O Francisco de Quevedo, quien, como sabemos, insobornablemente  terco, jamás había de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio le avisaran o amenazaran miedo. O José de Cadalso, el hombre de bien que escribió y denunció, arriesgando su tranquilidad y su carrera militar, a pesar de saber la certeza de que “en todas partes es, sin duda, desgracia, y muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los mortales”. O el gran Benito Pérez Galdós, ciego al final, formidable merodeador y observador siempre, al que le fue mezquinamente hurtado el Premio Nobel por haberse atrevido a ver y decir. Decir. O don Antonio Machado, el Bueno, para quien defender la cultura es difundirla; para quien la poesía aumenta el humano tesoro de conciencia vigilante. O, para terminar con el mayor de los literatos españoles, Federico García Lorca; Federico: asesinado por abrirse las venas por los demás. 

domingo, 23 de noviembre de 2014

Mis queridísimas gafas

Qué prodigio llevaros en la pura frente de los ojos y no veros. Ahí, ahí mismito, en el mero palmo de mis narices, ostensiblemente transparentes. Prensiles -las patillas, dos garfios-, aferradas a las orejas, silenciosamente estando. Mis queridísimas gafas transparentes y calladas, permanentes e invisibles. Existencia. Mis queridísimas gafas dobles y sencillas, par y una. Misteriosas lentes. Lento río pasando y pasando. Ante los ojos. Anteojos. Quedando.

Mis queridísimas gafas, qué prodigio acercarme las cosas, facilitármelas, traérmelas a la vista de los dedos, al alcance de la mano. Qué bondad de acercamiento, de arrimarme al mundo. De dármelo. Qué vocación de beso. De puente. De vecino. De hermano. No obstante, mis queridísimas gafas cristalinas, a pesar de vuestra fe, he de confesaros que me hacéis ver más. Sí. Ver más. Pero no más claro.