Lázaro

LÁZARO VALBUENA

 

Prólogo

Yo no soy escritora. Por eso me imagino que estas palabras desmerecerán de las que les suceden. Ni tengo imaginación ni sé redactar más allá de mis abstrusos tratados de fonética. No tengo alma artística. Pero tengo corazón. Y mi corazón me ha impulsado a publicar las lecciones de aquel hombre bueno que fue mi colega el profesor Lázaro Valbuena. No puedo decir que fuera mi amigo. Coincidíamos muchas veces por los pasillos de la facultad y siempre nos saludábamos cordialmente. Desde su poca estatura, casi como acorazado tras sus gafas que, no sé por qué, recuerdo blancas, y a diario discretamente trajeado, me sonreía un buenos días, o un buenas tardes, claro, según conviniera. La verdad es que no pasó de ahí prácticamente nuestra relación. Era famosa su voz. Había organizado algunos recitales en los que ejercía como rapsoda, creo que ésa es la palabra, y en los que había encandilado a los estudiantes con la, cómo diría, con la campana de su dicción. Se podría expresar así. Una pronunciación clásica y fría, una vocalización clarísima, grave, demasiado perfecta, quizá, pero llena de agua. Esa es la razón por la que, como encargada del laboratorio de fonética, le pedí un buen día que me permitiera grabar sus clases. Petición a la que él, hombre siempre dispuesto, la verdad es que no opuso ninguna pega. Así es que le facilité uno de los magnetófonos del departamento y una inacabable provisión de cintas. Y así fue como todos los días, puntualmente, después de cada una de sus clases, depositaba sobre mi mesa una tras otra las cajitas que custodiaban su voz. ¡Quién me iba a decir a mí que esa voz guardaba en sus ondas tanto tesoro! La verdad es que las cintas las iba yo amontonando en una gran cajonera del laboratorio y que mi indolencia me llevaba a eso, a apilarlas anárquicamente y, la verdad, a nunca escucharlas. Con no poca atrición debo reconocer, incluso, que hasta llegó a cargarme y a resultarme molesta aquella balumba de cajetillas condenadas al olvido que invadía mi espacio como un alud de silencio… Así es como, desagradecidamente, me hice con las palabras que Lázaro Valbuena decía a sus alumnos y que, por fin y no sin miedo, me atrevo a publicar.

Las transcribo tal cual y en el orden mismo en que el profesor las dijo. Ordenarlasconcienzudamente ha terminado por ser en realidad la única dificultad con que me he topado. Verterlas por escrito ha sido a un tiempo fácil y doloroso. Fácil porque, como ya he dicho, la dicción es tan diáfana que copiarlas ha resultado una simple labor de mecánica y tiempo. Doloroso porque mucho dolor me ha costado escuchar viva la voz superviviente del compañero muerto. Del maestro muerto.

En efecto, dos años después del asesinato de Lázaro Valbuena en su despacho de la universidad me creo en la obligación moral de publicar lo que por accidente llegó a mi poder. Quiero que aquellas lecciones de las que sólo pudo disfrutar un afortunado grupo de alumnos puedan ser conocidas por la gente en general. Gozadas y sufridas. Porque desde mi incompetencia literaria me parece que goce y sufrimiento es lo que provocan estas palabras bellísimas pero duras, como afiladas, no sé cómo decirlo… Palabras que a veces, muchas veces, yo misma no consigo comprender muy bien pero tras las que entreveo una profundidad como de mar que me sobrecoge. Es para mí un deber editarlas para que no se pierdan en el vacío de plástico de unas cintas llenas de sabiduría y bondad hasta los topes. Palabras que, por lo que sé, se mantienen como una llama -perdón por el manido tópico- en la cabeza de los estudiantes que las escucharon. Aún perplejos y atemorizados.

El asesinato del profesor Lázaro Valbuena, como recordará el lector, supuso una impresionante convulsión en todo el país. En la universidad fue como una amputación. Aunque muchos preveían la posibilidad, el hecho de su muerte consumada e irreversible fue un latigazo en nuestras conciencias. Todos sabíamos que Lázaro Valbuena no se callaba. Y todos supimos que a Lázaro Valbuena le habían matado por no callarse. Publicarle por fin hoy, dos años después, es un acto de justicia. Y de valentía…

Tras escucharlas, es inevitable concluir que las suyas no eran clases convencionales. Eran todo menos convencionales. Muchas cosas de las que decía no eran originales, claro. Pero su singular forma de decirlas, de bañarlas en autenticidad y en poesía, las hacía, no sé, como radicalmente nuevas. Es verdad que era un profesor a la antigua usanza, sabiondo, muchas veces arrogante, algunas insoportablemente petulante, no pocas recalcitrantemente retórico. Es verdad que era siempre anticuadamente sermoneador y didáctico, moralizador y hasta casi, casi, profeta. Es verdad que a menudo se me ha aparecido como un maestro manipulador que con descarada falta de rigor académico cambalachea ideas de otros y tergiversa citas. Es verdad todo eso. Todo eso es verdad. Me parece a mí. Pero no es menos cierto que a pesar de eso, o precisamente por eso mismo, sus alumnos le adoraban. Querían al profesor bienintencionado, al maestro entrañable, al sabio virtuoso con algo de estoico, al poeta ético, al hombre de bien que constantemente descubrían en Lázaro Valbuena. Amaban en él al hombre profundamente contradictorio, paradójicamente coherente, al profesor que cambiaba flagrantemente de opinión ante sus mismas narices y que así aprendía con ellos. Amaban al Lázaro Valbuena repetitivo, machacón, incómodo, al que continuamente apelaba a sus conciencias y les exigía compromisos. Pero sobre todo amaban al Lázaro Valbuena libropésico -esta palabreja le gustaba mucho; creo que es de algún soneto de Quevedo que alguna vez le oí recitar…-, al que siempre tenía un libro para cada pregunta, al poeta. Porque sus clases terminaron siendo, y cada vez más, pura lírica, completas de belleza, de una belleza triste, muy triste, que les entusiasmaba.

Lázaro Valbuena se sabía amenazado. En el epílogo presentaré una prueba escalofriantemente irrefutable. Se sabía débil, frágil, pero inteligente, valioso. Por eso sobrepuso su palabra a su miedo. Y ésa, creo, fue su gran lección.


Ángela Atambor de Catalina





La vida humana, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, es indeciblemente frágil. “No pesa”, os lo recuerdo en palabras de Antonio Machado, buen amigo. La vida de un hombre hay que mimarla. Un hombre es siempre un pequeño niño asustado. Y con implacable constancia un rayo acecha. Un hombre es un siempreniño que se levanta y cae. Sobre todo cae. Apenas gatea, el hombre ya está cayéndose. Es ineluctablemente el animal herido de la creación. Una grieta. Una tozuda grieta que se abisma en la muerte. Pensad que es una maravillosa sorpresa que el hombre no muera cada día. Tan débil mariposa. Es el hombre esencialmente náufrago. Por eso, rechazad con obstinación toda ayuda a la muerte. Le resulta demasiado fácil al hombre morir. “Para morir no se precisa más que estar vivo”, me dijo una vez Borges en el cuento de su vida. Yo quiero que os deis cuenta de que la vida es la finura permanentemente rompible. Cada hombre es un blanco cada día. Nunca apuntéis a la diana. No hagáis nunca nada que pueda contribuir a la muerte de un hombre. Nada hay sobre la faz de la tierra ni más débil ni valioso. Carlos Marzal decía que cada hombre “es en su anonimato una obra de arte”. No seáis nunca homoclastas. Un hombre muerto es un acusador vacío que pesa toneladas de culpabilidad en la conciencia del mundo.


III

“¿Por qué nos cuenta todo esto?”, me preguntáis muchas veces. La palabra –decía Lázaro Valbuena a sus alumnos- es un peligroso ejercicio. La historia ha sido un continuo suministro de cicuta para acallar a profesores y poetas. Asesinar es acallar. “Silencio” es lo primero y último que gritan todas las bernardas albas que en el mundo han sido. El maestro no ha de proporcionar respuestas. Tiene que plantar inquietantes preguntas en las cabezas estudiantiles. Preguntas que pesan mucho. Cisnes. La vida, fijaos en lo que os digo, es una perturbadora busca de respuestas y la constatación desoladora de que éstas no existen. “Viva usted ahora las preguntas”, aconsejaba Rainer María Rilke a un joven corresponsal. Vivir las preguntas. Ciertamente, no conozco otra forma de vivir. Preguntar y vivir son una y la misma cosa.

Soy vuestro profesor. Mi instrumento y la única arma que blandir me atrevo es la palabra. Eso significa ser hombre de letras. Eso debe significar tener palabra. Tener la palabra, os digo, es arriesgado. Vivimos en un país -y mi país está dondequiera que haya hombres- en el que escribir es llorar. Porque escribir es frecuentemente morir. Ser muerto. ¿Por qué os cuento todo esto, me preguntáis? Quevedo os respondería:


No he de callar, por más que con el dedo,

Ya tocando la boca o ya la frente,

Silencio avises o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?

¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?

¿Nunca se ha de decir lo que se siente?


Por más que silencio avises o amenaces miedo... Un profesor es un hombre incómodo o no es nadie. No es nada. Por eso os cuento todo esto. Para incomodaros. Un aguijón. “Debe de lo que sabe el hombre largo ser”, os recuerda el Aleixandre. Ser generoso de lo poco que sabe. Eso es un maestro. Gonzalo, el de Berceo, nos alerta en otro libro sobre la importancia de “alzar puentes”. Pontificar. Hacer puentes es la labor del maestro. Ser pontífice con el único mortero de la palabra. Construir puentes para reunir, para juntar al hombre con el hombre. Ser maestro es, pues, una laica religión. No otro que re-ligar es su objeto. Las fuerzas que destruyen esos puentes son peligrosas y endiabladamente engañadoras. Y a la par que se llevan el puente por delante suelen llevarse por detrás a su hacedor, pobre poeta cargado de razones, de palabra inerme, desnuda y flaca. ¿Qué por qué os cuento todo esto, me preguntáis? Ay, Miguel, nombre de tierra, viento del pueblo, préstame tu voz de luto, otra vez, tu voz de luto...



Que mi voz suba a los montes

Y baje a la tierra y truene,

Eso pide mi garganta

Desde ahora y desde siempre.



IV



Cuando mi hijo era pequeño, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, gustaba mucho de jugar a lo que llamaba el escondite. Con su media lengua de trapo, regaliz y campanas, me invitaba -la invitación de un niño siempre es una conminación- me invitaba súbitamente a que me escondiera. “¡Ya! ¿Te escondes, papi?” Yo, desconcertado, ¿esconderme? ¿por qué? ¿de quién? ¿dónde?, ideaba algún latebroso rincón en mi casa, diáfana como un alma, y me metía bajo alguna cama, velado por talar colcha, con la presteza que mi oxidada agilidad me permitía. Reparad en que mientras esto hacía, Ismaelillo se apostaba frente a una pared, la cabeza inmóvil y los ojos fijos en un punto insondable de su recién empezada vida, y contaba, cantando, del uno al diez, juglar pituso de números y gestas.



En mi incómoda horizontalidad, apenas si tenía tiempo para pensar acerca de cómo conseguiría permanecer escondido de la vida, yo, que tanto amo vivirla, cuando la prístina curiosidad de Ismaelillo -¿papá?-, se tornaba trágicamente en desamparo -¡papá! ¡¡papá!!-, que me devolvía abruptamente desde mis vanas cogitaciones hasta la real vida. Salía como podía de mi imposible, provisional tumba, y abrazaba en estrujón al lloriqueras, que comprender no podía.



¿Pensáis, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, que ahí terminaban las veleidades de mi tragicómico, griego personajillo? ¡Quiá! Como un héroe despistado, “¡ahora me escondo yo!”, me proponía no más sorbía los últimos mocos refrenando hipos. “¡Ahora me escondo yo!”, proponía. Y una proposición de un niño es siempre, como sabéis, una imposición. “¡Ahora me escondo yo!” Mas, cuál no era siempre mi sorpresa al acertar a ver cómo mi osado y asustado Ismaelillo, hombre perdido al fin y al cabo antes que niño, se escondía. “¡Ya está!”, gritaba exultante de bravura y miedo. “¡Ya estoy escondido!”, repetía, de pie ante mis mismas narices, tapándose simplemente los ojos con sus manitas. “¡Ya estoy escondido! ¿Dónde estoy?” Y otra vez mis brazos le estrujaban, entre mil ácidas risas, porque yo sí que comprendía.





V



La civilización, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, o es la preocupación por el más frágil, o no es. Una sociedad civilizada debe ser la que se empeñe en la protección del débil. La que se empeñe amorosamente en la protección del débil. Y no otra cosa debe enmascarar la palabra civilización. Tras ella, frecuentemente disfrazamos egoísmo, vanidad e imperios. Como norma prostituimos la civilización en superioridad arrolladora, destrucción sin freno y no más que explotación. Pervertir es convertir en malo. Pues bien, con demoledora constancia pervertimos la civilización en coartada tras la que ocultamos lisa y llanamente depredación. Falsos derechos. Distorsión de la naturaleza de las cosas. Interés. La civilización es otro de los nombres del amor. Habéis de usar la palabra amor sin rubor. Sin vergüenza. El amor no es el empalago viscoso que venden revistas, televisiones e iglesias. El amor no es un imbécil arrobamiento paralizante. El amor es fuerza. Movimiento puro. La única arma cargada de futuro. Gracias Gabriel. De “amable caza” habla el Rubén auténticamente revolucionario. El amor atrae al bien. Desenmascara. Es el enemigo esencial de las manipulaciones. “Muerto el amor se muere el mundo entero”, decía mi amado Miguel de Unamuno, a quien tanto debo. “Es del todo cierto que no hay nada en el mundo que haga al hombre necesario como no sea el amor”, nos había dicho ya el joven Werther. Por eso, reivindicad el amor. El amor es sañudamente perseguido. Sistemáticamente controlado. Descubrid el amor. Su inmensa fuerza. Su almendra irreductible de libertad y justicia. Oíd su grito. Gritadlo. Oíd su noble grito. Insobornable. Amad. Sed civilizados. Empeñaos amorosamente en la protección del débil. Empeñaos amorosamente en buscar al desamparado. Buscadlo amorosamente. Lo encontraréis donde os dicen que no está. El amor es siempre pesquisa a contracorriente. Es Edipo obstinado. Cometa que se eleva contra el viento. Sabed, por eso, de lo peligroso de amar. Amar al frágil es siempre atacar al fuerte. Denunciarlo. Quitarle la careta. Amar al débil, ser auténticamente civilizado, es tarea arriesgada. Es ofrecer palmas y plantas a los clavos del madero. Recordad que no en vano símbolo de esta civilización amorosa es una desnuda cruz,



Una cruz sencilla,

Carpintero...

Sin añadidos

Ni ornamentos...



Lo opuesto a la civilización, escuchad bien, lo opuesto a la civilización es el odio y el dinero. Me atrevería a deciros que odio y dinero son casi casi la misma cosa. “Hablando en términos absolutos, cuanto más dinero, menos virtud”, escribía Thoreau. Lo opuesto a la civilización, escuchad bien, lo opuesto a la civilización es la indignidad del tanto tienes, tanto vales, aquellos versos antiguos, lucidísimos, del más moderno y siempre encarcelado arcipreste:



Cuanto más algo tiene, tanto es de más valor;

El que no ha dineros, no es de sí señor.



Lo opuesto a la civilización es esto. O aquella patética petición del pícaro Till Eulenspiegel cuando dice: “Necesito bolsas llenas, de lo contrario la gente no me aprecia”. La civilización es rival de estas palabras. Su reverso. Es la voz limpia de una niña agazapada, por ejemplo, en Gloria Fuertes:

Tanto amas, tanto vales.





VI



A mi maestro Juan de Mairena, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, le gustaba repetir que “difundir y defender la cultura son una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”. No sé muy bien cómo hablaros de lo que hoy os quiero hablar. Intuyo que es algo muy grande y muy negro. Sobre todo muy negro. El Lorca de La Barraca, el que quería acercar el teatro al pueblo, fue asesinado. Antonio Machado, buen amigo, que fundó la Universidad Popular de Segovia para alfabetizar altruistamente a ese mismo pueblo, hubo de exiliarse. Cicuta. Cicuta. Siempre cicuta. Siempre muerte para el que logra escapar de la caverna y osa contar lo que ve. Los cicuteros han organizado el mundo precisamente para adormecer nuestra conciencia. Para estupidizarnos. Pan y circo. Pan y toros. Banderas, patrias y televisión. Grandes dioses, becerros de oro e ídolos de hojalata. Mitos con pies de barro. Una gigantesca parafernalia estructural y pirotécnica al servicio del no pensamiento. Una sutil, una mostrenca cortina de humo corrida para velar nuestra inteligencia, para que nuestra inteligencia no vele, para mantenerla a dos velas. Los cicuteros, desde el génesis, han organizado un espectáculo barroco, un mundo apariencial de falsas necesidades falsamente insatisfechas. Un mundo en pantalla grande, con efectos especiales, cartón piedra y una estremecedora vacuidad. Enfrente está el profesor, el poeta, como os digo, para alertar, para mantener la conciencia en estado de vigilia, para abrir los ojos, cegados por tanto fútil resplandor. Pero muchos de vosotros, atended bien lo que os digo, jóvenes domesticados, jóvenes muertos, ya no queréis ver, ya no podéis. Os han inoculado el sistema. Os lo habéis picado. Lo tenéis asumido por vía intravenosa. Interiorizado. Comodones cavernícolas. Schopenhauer, el gran pesimista, el gran conocedor de la condición humana, advertía que el sufrimiento es proporcional a la inteligencia. Bambulo, el perro honesto, el honesto perro mitad don Quijote mitad principito; Bambulo, os digo, que reconoce que “todos preferimos vivir felices en la ignorancia que ser conscientes de lo que pasa y sufrir como cerdos”, toma la valiente decisión que yo os reclamo: “Voy a luchar intelectualmente”. Eso os pido. La lucha intelectual. La bambulesca y franciscana lucha. No la cobarde regresión a la violencia. Sino el progreso de la palabra. Sabéis por Thomas Mann, porque os lo dijo desde su mágica montaña, que “la lengua es la civilización misma”. El avestruz muere con la cabeza escondida. Muere. Recordad que el avestruz siempre muere. No desdeñéis el consejo de don Pedro Calderón de la Barca desde el sueño de la vida:

¡Que a quien le daña el saber,

Homicida es de sí mismo!


VII



Habéis de perdonarme porque me siento un tanto débil, decía un día Lázaro Valbuena a sus alumnos. Acabo de donar sangre y aún perdura el mareo provocado por la extracción. Cuánta vida en la sangre no derramada. He aprovechado el tiempo en que me han tenido dolorosamente acostado para terminar un libro que ayer empecé. “Terminar un libro”, os digo sinceramente, es proposición que no me gusta. “Terminar un libro” es como una contradicción en los términos. “Terminar un libro”... Un buen libro persiste cuando lo acabas. Supervive. Es un resistente. Recomienza tras el mal llamado punto final. Palingenesia. Yo quiero reiniciar con vosotros la novela que entre ayer y hoy me he transfundido. No pretendo hacer un comentario canónico. Dios me libre del canon. Tan sólo compartir. Compartir algunos leves pensamientos que El esclavo, de Isaac Bashevis Singer, ha cultivado en mi caletre. Compartir. Leer como compartir. Generosidad. Sangre.



“Cada frase terminaba con la palabra ‘muerto’”, he leído. Me recuerda esto a Miguel Delibes cuando también decía que “la Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta el día que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques”. Nunca aprende el hombre. Siempre mata. Reduce la Historia a estos mismos polos. Nunca aprender. Matar siempre. Siembra el hombre su germen de destrucción. Fijaos en que germen ha de significar vida. Mas en manos de este erecto animal hasta lo más fecundo se pervierte en aniquilación y ruina. Este ser guerrero y violento no quiere saber de la palabra. Crea muerte. La palabra es antónima de la muerte. ¡Qué difícil es matar hablando! ¡Qué difícil disparar un libro! Dicen que no ha habido un minuto en los siglos sin guerra. El hombre ha hecho de la guerra su estado natural. Algo inherente. La guerra, que es el fracaso del hombre, la ha erigido éste en su consustancia. La guerra consustancial al hombre. El hombre esencialmente es, pues, un ser fracasado. El hombre es el fracaso de la humanidad. La guerra es el hombre. Pero nunca la guerra podrá ser humana, porque “un hombre no puede abarcar tantas atrocidades ni dolerse de ellas debidamente”. La guerra siempre sobrepasa al hombre. Este jorobado animal crea el monstruo que le devora. En el castigo tiene la penitencia. Me diréis que hay una injusticia universal de la que no somos responsables. Un mundo malo plagado de catástrofes y enfermedades del que somos miserables víctimas. Puede ser. No conozco el mundo. Conozco al hombre. Si el mundo es malo, el hombre lo hace peor. La espada la inventa el hombre. No existe ningún natural yacimiento de espadas. Y “todo el que tiene espada quiere vivir de ella”. El mundo es malo. El hombre es sañudo. No sé si hay un dios culpable. Pero tengo la absoluta certeza de que el hombre no es inocente. ”Se puede vivir sin matar”. Se puede. Se puede. Es más fácil vivir matando. Y aun os concedo que más útil para no sé qué inconfesables fines. Pero se puede. Se puede vivir sin matar. El hombre nunca mata por naturaleza. Mata por interés.



Me siento débil. Quisiera terminar exponiéndoos una vieja respuesta y planteándoos dos viejísimas preguntas. Terminad siempre con alguna pregunta. Una pregunta es una puerta abierta. Una respuesta...



Soy vuestro profesor. Mi respuesta es siempre recomendaros saber más. Saber es virtud. Jacob, el protagonista de nuestra novela, conoce a una mujer fea pero santa. “¿Cuál sería la razón de su bondad?, se preguntó Jacob. Sólo los sabios actuaban así”. Ahí está la clave. Saber es ser bueno. Saber es bondad. El saber nos hace buenos. Insoslayablemente. “Quererte me agranda”, dice el poeta.



Y ahora las dos antiquísimas preguntas. Ahí va la primera: “El verdadero enigma no era la muerte, sino el sufrimiento. ¿Qué lugar ocupaba éste en la Creación de Dios?” Y la segunda: “Jacob no tenía más remedio que batallar con las moscas y los piojos que le atacaban a él y a las vacas. Era necesario matar. Cuando andaba de un lado a otro no podía evitar el pisar sapos y gusanos, y cuando recogía la hierba encontraba serpientes venenosas que, silbando, se lanzaban sobre él, y a las que tenía que aplastar con el bastón o con alguna piedra. Pero cada vez que ocurría una cosa así, se sentía como un asesino. En el fondo, reprochaba al Creador que obligara a una criatura a aniquilar a otras. De todas las preguntas que se hacía sobre el Universo, ésta era la que le parecía más difícil”.



Y bien. Habéis de perdonarme. Me siento hoy tan cansado...





VIII



Todas las guerras son la misma guerra, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. No sólo porque la historia del hombre es una polémica historia interminable, sino también porque en toda guerra luchan los mismos. Cadalso, en sus cartas, nos advierte que todos los nobles, todos los ricos forman una misma patria, “forman entre todos una nación separada de las otras y distinta en idioma, traje y religión”. Ahí tenéis uno de los bandos. El indefectiblemente victorioso. Del otro lado, los de siempre, la carne de cañón, los pobres bastardos de la madre patria. Qué horrísono hermafroditismo éste de una madre que sea patria al mismo tiempo... En el mundo hay guerra porque es conveniente. Quien la urde y de ella se lucra dispone de ejércitos. Fijaos bien. A lo largo de los siglos -un siglo es el periodo de tiempo suficiente para contar tumbas de soldados- la impresentable idea de “ejército” se ha ido adornando. Había que convertir en fascinante lo que es radicalmente inaceptable. Lo militar se fue disfrazando para poder ser vendido. Honor. Medallas. Banderas. Justas. Torneos. Paramentos. Bordaduras. Cimeras... Ritos. Mitos. Toda una embaucadora bambolla para atrapar incautos. Un soldado es un incauto que mata. Un incauto necesario para los ganadores. Un soldado pertenece siempre al bando perdedor. “Los de arriba pueden ganar una guerra, pero los soldados la pierden por las dos partes”, decía Bertolt Brecht al trazar su caucasiano círculo de tiza. Cuando yo era un estudiante como vosotros, Ignacio Ellacuría me planteó una sencillísima pregunta: “¿Imaginas qué pasaría si todos los jóvenes del mundo os negarais a ser soldados?”. Esta interrogante, escuchadme lo que os digo, esta interrogante encierra la médula de la auténtica revolución. ¿Qué pasaría si todos los jóvenes del mundo os negarais a ser soldados? Nunca empuñéis un arma. Empeñad vuestra alma. Empeñad vuestra alma con la paz en bandolera para hacer un sitio a la utopía. Empeñaos en no ser soldados. Nunca armas y letras. No caigáis en la trampa. Letras. Letras. “Es imposible darle a un soldado una buena educación sin que deserte”, escribió Thoreau. Guillermo Cabrerra Infante -palabra y puro- me dijo en el cine de su vida que cada vez que oía el vocablo pistola corría a refugiarse en un libro. Leed. Sed peligrosos. Descubriréis que los ejércitos no protegen. ¿A quién? ¿De quién? Tras cada galón hay un negocio.



De entre las pocas palabrotas que conozco “uniforme” es una de las que menos me gustan. Uniformar es el sueño del poderoso. Una manada a su servicio. A la orden de mando. Sin criterio. Sin matices. Todos a una. De la misma forma. Una forma. Una forma. El uniforme hace al soldado porque anula al hombre. El soldado necesita matar al hombre que lleva dentro. Sólo entonces puede matar también al enemigo. Enemigo. No amigo. No amor. No pienses, soldado. Ya han decidido por ti. No pienses. Si resucitaras al hombre que llevas muerto dentro de tu uniforme nunca dispararías contra el soldado enemigo. Te darías cuenta de que bajo su uniforme hay ya muerto otro hombre como tú. Igual que tú. Otro hombre. En las Crónicas romanas de Sastre -¡tan lejos, Alfonso, tan lejos hoy de ti mismo!-, al acercarse soldados numantinos pregunta asustado un sargento romano: ”¿Y cómo son?”. A lo que contesta, con sorpresa, su subordinado: “Corrientes. Como nosotros”.



Juguemos a lo imposible, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. Yo no soy soldado. Soy profesor. Y la poesía, como decía mi maestro Pedro Salinas, siempre es obra de caridad y de claridad, de amor y de esclarecimiento. Yo no soy soldado, os digo. Si lo fuera. Si otro soldado me apuntara. Al miedo desde el miedo. Si yo fuera soldado, nunca dispararía. El soldado enemigo me mataría como soldado. Pero quedaría libre el irreductible hombre que siempre llevo vivo dentro.


IX



La Universidad, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, no debe ser un lugar para decir síes; es el lugar para preguntar porqués. No soporto a los estudiantes adocenados. A los estudiantes cariabobados que mascullan amenes. El buen profesor no ha de pretender asentimientos. Ha de buscar dialéctica. Ha de provocar la fecunda disensión. No os asustéis por las preguntas. Ni por las vuestras ni por las mías. Recelad, eso sí, de los profesores con demasiadas respuestas. El docente ha de enseñar. No tiene que solucionar. Un profesor no es profesor por sus respuestas. Sino por la calidad de sus preguntas. Cuando el profesor impone una contestación, un punto de vista, no hace universidad. Hace particularismo. Nada más pequeño, menos universal que la imposición prepotente.



Poned siempre en tela de juicio las grandes palabras. No aceptéis. Cuestionad. Sed, como Baroja, dogmatófagos. Tras cualquier palabra pretendidamente sacrosanta hay siempre una hábil socaliña. Son palabras trampa. Trampas indecentes. Muy perniciosas. Palabras que llenan la boca. Empalagosas. Estomagantes. Huecas. Palabras disfraz que so capa de puros sentimientos son, de hecho, sucios ocultamientos. Así, la patria. La palabra “patria”. Pocos embustes más gigantescos ha inventado el hombre. Algunos hombres. Para su beneficio. En su derredor pulula una teoría de grotescos vocablos. Vocablos siniestros. Vocablos con hedor a control, a manipulación. Conducir. Liderazgo. Demagogia. Caudillismo. Guía. El nombre de la patria. En nombre de la patria. Cuántos andrajos detrás de tanta púrpura. Cuánta alcantarilla tapan las rojas alfombras de esta palabra maculada, séptica. Morir por la patria. Matar por ella. ¿Morir por la patria? ¿Algún padre pediría a su hijo que muriera por él? Nunca una madre. La madre es coraje. Es vida. Ni matar ni morir. La madre es lo opuesto a la guerra. Pensadlo bien. La patria nunca es madre.





X



Habéis de cuidar muy mucho vuestras compañías, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. Dime con quién andas y te diré quién eres, reza el viejo refrán español. Compartir. A mí me gusta departir con buena gente. Charlar. Ennoblecer mi vida. “Es curioso pero me gustan los que son como yo, los que son seres humanos”, opinaba el payaso de Heinrich Böll. La humanidad es la cualidad de ser humano. La bondad debiera ser la especificidad de la humanidad. Un hombre inhumano no pierde su cualidad de hombre. Pero es un hombre malo. No quiero estar con hombres malos. Buscad payasos. Payasos siempre. Payasos siempre inermes. Zapatones. Sus pistolones cargados de caramelos. Piratas de mentirijilllas. Aquel Capitán Palo que disparaba juguetes desde los cañones de “El Temido”. Payasos. Piratas. Buscad poetas. Sed amigos de los poetas. Siempre indefensos. Profesores. Poetas. Hombres tan sólo con su voz. “La voz humana tiene el poder de dejarnos desarmados”, decía desde las olas Virginia Woolf. Buscad la compañía de hombres buenos, desarmados y desarmantes. De hombres que os enseñen a llevar las manos y los zapatos limpios. Que os enseñen que se puede dormir plácidamente cada noche. Hombres que os enseñen lo que es ser. Hombres muy hombres. Archihombres. Asustados. Golpeados. Silenciados. Hombres perseguidos. Rebuscad a estos hombres escondidos. Cuya hombría reside en su bondad. En su modestia. Archihombres en voz baja. Sin micrófonos ni escenarios. Agazapados en un libro. En una lección. En un verso. Hombres de sabiduría y miedo. Muy lejos del mundanal ruido. Payasos. Piratas. Profesores. Poetas. Hombres que os enseñen a ser hombres. A ocuparos en el hombre. A preocuparos por el hombre.


Continúa...

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