viernes, 16 de junio de 2023

PoesíApp: Los arneses

Katya Wolf (Pexels)
No cabe duda. La realidad es compleja. A veces, un efecto diseñado para controlar, para someter, puede convertirse en un afecto protector, en un afecto cuidador. Por ejemplo, los arneses.

Concebidos desde el poder para sujetar al caballo o al soldado -para el poder, un caballo y un soldado no son calidades, pero sí cantidades semejantes-, los arneses, en manos maternales, devienen en atención y primor.

Así, cuando yo era padre de un bebé lo transportaba colgado de mí, embarazado de él, mediante un artilugio arnesiano que lograba que el niño fuera a su ser, regalándome su espalda y asomando al mundo en apoteosis de curiosidad.

Y otro caso. Cuando yo cumplía el servicio militar prostituía el uso de la mochila de campaña y su arnés. En lugar de cargarla de bombas y de tanques y de metralla, la atiborraba de poemas y de granadas -rojísimas, jugosas- y de crepúsculos en azul.

En fin. Que no cabe duda. Que la verdad es compleja. Que, a veces, el hombre, el poeta sobre el lodo, es capaz de transgredir.

PoesíApp: Ballestrinque

Pixabay

Qué equivocación. Qué aturdimiento. Haber pasado. Tanto, tanto extenso. Haber errado -cuánto- sin saberlo. Yo, que creía estar anudado a ella en ballestrinque. A ella. La vida. La belleza. La misma. Y no. Es que no. Es que. La verdad es que. La maldad es que la otra, la muy otra, fue quien me ató, de nacimiento. La otra. Me ató. Me ataúd. Inzafable. En ballestrinque.

PoesíApp: Leche condensada

Antoni Shkraba (Pexels)

La poeta se contaba en versos.  La poeta me contaba. No hay, claro, agua de particular, nada de agua, en que una poeta se diga en versos. Pero... Pero sí hay cisterna -y muy nata- si el agua de esos versos es de leche condensada. La poeta se decía, me decía, recordaba que, cuando era una bebé, su madre y los médicos y los profesores de hidrografía la desahuciaron. La bebé poeta no comía. La poeta niña, niñísima, nadie sabía por qué, no comía, rechazaba la leche materna y los científicos brebajes y los polvos mágicos e, incluso, las galletas de luna. La poeta bebé se consumía, se derrochaba a sí misma hasta el acabamiento. Su madre, sapiente inmensa a fuerza de pena, probó con leche condensada. No era fácil el fluir de la textura por el cielo del tete, pero la madre, calmosa inmensa a fuerza de venas, lo logró. Logró que la bebé inmensamente poeta succionara y succionara, deleitosa, aquella leche intensa...

Y, claro, clara, la poeta sobrevivió. Y se crió. Y creció sin límite acechante. Y me contaba, ayer, ahora ya mujer completa, inmensa mujer poeta, me contaba en versos -cómo no- dulces, espesos y cándidos, se contaba, me contaba, recordaba, lacrimosa, la pugna deliciosa de su madre y la deliciosa resistencia de la niña poeta.

PoesíApp: El poeta no es idiota

Quang Nguyen Vinh (Pexels)

El poeta no es idiota. No. No lo está. Ya sabe que, simplemente, habrá caído del piso de arriba. Ya sabe que una caracola no puede aparecer -birlibirloque- en el alféizar de su alcoba. Ya lo sabe. De sobra. Que una caracola es cosa del mar. Él, que vive en el centro... Ya sabe que es imposible. Esa caracola. En su ventana. Y, sin embargo, a contraola de la realidad, ahí persevera, en el derrame de la cristalera. Donde no debiera... El poeta no es un idiota. Habrá caído, se dice, del piso de arriba. Pero, ¿y si procediera de un bajel prodigiosamente equivocado, de un bajel que, en vez de navegar, vüela? ¿O si me la hubiera depositado una caprichosa sirena como queriendo obsequiarme un secreto? ¿O si, quizás, sólo fuera arte -parte- de restos de la resaca de mi mar de penas? No sé. No sabe. El poeta no sabe. El poeta es un pobre idiota. No sabe. Pero la caracola, dislocada, impertérrita, ahí persevera, en la luminaria de su alcoba...