Peregrinaje

PEREGRINAJE POR LA POESÍA

Asociación de Artistas Vizcaínos

(martes, 14/9/21, 19h)


Señoras y señores, buenas tardes. Vaya en este adelantado mi agradecimiento a la Asociación Artística Vizcaína por su invitación. Y, muy especialmente, mi agradecimiento a Don José Ramón López, su Presidente.

Este acto deriva su nombre de peregrinar, no de errar o vagar o vagabundear, pongo por caso. Y es porque un peregrinaje es un viaje tal vez errático -incluso erróneo-, tal vez vago, tal vez vagabundo, sí; pero esencialmente heurístico y alto. El peregrino viaja siempre buscando, con frecuencia encontrando y, pie a tierra, volando. Así nosotros esta tarde: peregrinos por la Poesía, peregrinos con Ella, buscándola, encontrándola, volándonos.

Juan L. de la Cruz en el momento de la presentación inicial

El gran poeta universal -cualquier época, cualquier lengua-, no descubro nada, es, claro, Juan Ramón Jiménez. «Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados», decía el moguereño. Juan Ramón fue el elegido y el elector. Ella y él -Ella por él, él por Ella- se apasionaron mutuamente. Y se penetraron -con permiso, Federico- jondo. Hondo. Hondamente. A mí me visita a su capricho, asidua, esta Poesía juanramoniana, lorquiana; me visita asiduamente la Poesía: es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio; es prosa y verso, historia y tragedia, lírica y épica, ficción e infierno. Todo lo es la Poesía visitadora y asidua que nos guía en este peregrinaje, de santuario en santuario.

"La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre la condición humana. La Poesía, visitadora y asidua, nos guía en este peregrinaje por el decir, por el sugerir. No más que la Poesía es apta, es cauta como para hacer fable lo inefable. Todos y cada uno de los peregrinos, ustedes y yo, hemos ya escarmentado acusada consciencia de la injusticia. De la injusticia social. Y de la injusticia cósmica. Divina. Nos molestan hasta la náusea la inmensa riqueza del rico y la incomprensible arrogancia de dios. Con los años casi todo nos es incomprensible. No obstante, el poeta enseña, nos enseña, nos lleva a, al menos, una certeza. No se puede matar. Tampoco al rico. Ni siquiera al rico. No puede el hombre matar al hombre. Porque matar a otro hombre es matarse a sí mismo

Poesía es, mucho más que decir, decirse. Mucho más que decirse, sugerir. Poesía es introspección y extrospección. Es terapia y es refugio. Es acusación. Y es desafío. Desafío al hombre -a uno mismo y al otro- y a los dioses. Es revelación y es desvelo. Es el placer inmenso y el inmenso dolor de la creación pura. ποίησις. Poesía es, mucho más que responder, preguntar. Mucho más que preguntar, preguntarse. Rainer María Rilke, harto de la estupidez del joven poeta, le aconseja: “No busque ahora las respuestas: no le pueden ser dadas, porque no podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva ahora las preguntas”[1]. Poesía: nada menos, vivirlo todo, vivir las preguntas…

Poesía es palabra. La sublimación de la palabra. Si el hombre es hombre porque es capaz de palabra, el hombre es máximo hombre -verbo al principio, dios- cuando es capaz de Poesía. Como concluyó Juan Ramón, el poeta, y sólo el poeta, es competente para hacer fable lo inefable. En efecto: el filósofo explica lo explicable y el científico explica lo mensurable. Ambos lo intentan, al menos. Sólo el poeta con su arma omnímoda, la metáfora, es apto para explicar lo inexplicable, para clariver lo invisible. Sólo el poeta destila el lenguaje hasta hacerlo pleno, omnisémico. Juan Larrea[2], aquel o bilbaíno ecuménico, lo escribió así:

Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, poema
es esto
y esto
y esto
y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy,
que existe
porque existo
y porque el mundo existe
y porque los tres podemos dejar correctamente de existir

Decíamos que el poeta es más que el científico porque, como sentenciaba Braque: “El arte perturba, la ciencia tranquiliza”; la Ciencia lo es de lo posible, sólo el Arte conquista para el hombre lo imposible. Y decíamos también que el poeta es más que el filósofo; insisto ahora en ello:

El filósofo, cuando despliega su infantería, prioriza la causa sobre el efecto. El poeta -pueril por necesidad, adolescente definitivo, azul roto-; el poeta, digo, sabe -ay sabe- que lo fundamental, lo fundacional, es el efecto. Sabe que al hombre triste -perdón por la redundancia- le duelo sólo, todo, su tristura. No la razón de su tortura. Sino la pura tortura. Ésa. La tristeza.

Un momento de la lectura de esta conferencia de Juan L. de la Cruz

La Poesía, visitadora y asidua, nos guía en este peregrinaje por el decir, por el sugerir. De santuario en santuario. De oráculo en oráculo. Nos guía en este peregrinaje por la inefabilidad; mejor, por la escondida fabilidad, ya accesible. Por la infalibilidad. La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre la condición humana. Así, dice Zeus en la Odisea: “Es de ver cómo inculpan los hombres sin tregua a los dioses / achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos los que / traen por sus propias locuras su exceso de penas”. Así, dice Hesíodo en Los trabajos y los días: “Ningún reconocimiento habrá para el que cumpla su palabra ni para el justo ni el honrado, sino que se tendrá en más consideración al malhechor y al hombre violento. La justicia estará en la fuerza de las manos y no existirá pudor”.

Todo lo dijeron los griegos. En Grecia estaba, estuvo, ya, todo. Los griegos dijeron el erotismo más escandaloso; Arquíloco hablaba de “Aplicar el vientre al vientre y mis muslos a sus muslos”. Los griegos también dijeron con sutileza el deseo; Meleagro escribía que “Dulcemente se goza la taza rozada un momento / por la boca locuaz de Zenófila amante. / ¡Feliz ella! ¡Ojalá que, poniendo en los míos tus labios / sin respirar entera mi alma te bebieses!”. Los griegos desenmascararon el militarismo; Safo advertía de que “Dicen unos que un ecuestre tropel, la infantería / otros, y ésos, que una flota de barcos resulta / lo más bello en la oscura tierra, pero yo digo / que [lo más bello] es lo que uno ama”. Por eso Anacreonte reivindica no la épica, sino la lírica, cuando dice: “Quisiera escribir odas de guerra / pero sólo el amor resuena / en mi lira de siete cuerdas”. Antimilitarismo reside también en Jenófanes de Colofón cuando, arriesgándose, escribe: “…mejor que la fuerza / de los caballos y los hombres es nuestro saber. / Pero todo eso se juzga con mucho desorden; injusto / es preferir al saber verdadero la fuerza corpórea”.

Todo lo dijeron los griegos. En Grecia estaba, estuvo, ya, todo. Por ejemplo, los griegos dijeron el pesimismo más existencial; leamos a Teognis de Megara: “De todas las cosas la mejor es no haber nacido / ni ver como humano los rayos fugaces del sol; / y una vez nacido cruzar cuanto antes las puertas del Hades, / y yacer bajo una espesa capa de tierra tumbado”. O, por ejemplo, los griegos dijeron lo costoso de la bondad; leamos a Simónides de Ceos: “Llegar a ser de verdad un hombre bueno, / equilibrado de manos, pies y espíritu, / forjado sin tara, es arduo empeño”. O, por ejemplo, los griegos dijeron la reticencia humana hacia la religión; leamos a Esquilo en su Agamenón: “Alguien ha dicho / que los dioses desdeñan cuidarse de los hombres”. O, por ejemplo, los griegos dijeron la ceguera universal del género humano; así, Sófocles, en su Edipo rey, hace que el monarca le espete a Tiresias, invidente: “Eres ciego en tus oídos, en tu mente y en tus ojos”.

La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre nuestra naturaleza. No sólo la griega; también la romana, claro. Catulo, en uno de sus poemas, reclamaba versos para el latín: “¡Acudid, endecasílabos, todos, / de todas partes, acudid todos!”. También Propercio, en una de sus elegías, reclama astronomía: “Hasta aquí, las historias: ahora explicaré tus estrellas”. En efecto, el padre latín, en manos poéticas, fue ducho en revelar. En desvelar. En desvelar, por ejemplo, la esencia de la pobreza; Lucrecio, en De rerum natura, afina cuando dice: “La mayor riqueza del hombre está en vivir parcamente, con ánimo sereno; pues de lo poco jamás hay penuria”. En desvelar, por ejemplo, la traición del tiempo, ese canalla irreversible; Horacio, en una de sus odas, le recomienda a Leucónoe, su amada: “Sé sabia, filtra el vino y, siendo breve la vida, corta la esperanza larga. Mientras estamos hablando, habrá escapado envidiosa la edad: aprovecha el día, fiando lo menos posible en el que ha de venir”. En desvelar, por ejemplo, los desvaríos del amor; Ovidio, en las Metamorfosis, cuenta cómo Dafne, para esquivar la persecución de Febo (el Apolo griego), es transformada en árbol, en laurel; Febo, irreductible su deseo, persiste enamorado del árbol, en el que permanece toda la belleza de su querida; leemos: “Aun así la ama Febo, y colocando su diestra en el tronco siente todavía temblar su pecho debajo de la nueva corteza, y abrazando con sus brazos las ramas como si fueran miembros besa a la madera”.

Prosigamos éste nuestro peregrinaje por la Belleza. La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre nuestra naturaleza. Asombra, porque fascina, cómo los mozárabes, casi sin idioma, supieron expresar tanta delicadeza. Por ejemplo, en el amor, lamentar la ausencia. Una remotísima jarcha de la serie hebrea canta así: “¡Tanto amar, tanto amar, / amado, tanto amar! / Enfermaron mis ojos antes alegres, / ya duelen tan mal”. ¡Qué maravilla! Enferman los ojos por no ver al habib. Asombra, porque fascina, cómo el anónimo autor del Auto de los Reyes Magos, en un idioma inexperto, en un romance castellano incipiente puro, supo expresar tal finura de pensamiento. Los sabios judíos son incapaces siquiera de percibir la metáfora de la estrella de Belén; un anciano judío, rabioso, se pregunta: “¡Por mi ley que estamos errados! / ¿Por qué no estamos acordados, / por qué no decimos verdad?”; a lo que, resignado, el rabí sólo puede responder: “Yo no la sé, por caridad”; terrible respuesta a la que el anciano vuelve a apostillar: “¡Porque en nosotros no es usada, / ni en nuestras bocas es hallada!”. ¡Qué maravilla! Sin caridad no se puede resolver el misterio…

La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre nuestra naturaleza. El Arcipreste de Hita, quienquiera que fuese, en un vitriólico fragmento de ese monumento prohibido que es el Libro de Buen Amor, en un alarde de modernidad, en una explosión de precursor, osa exponer las propiedades del dinero. El hombre no vale en tanto que por ser hombre sino en cuanto que posee. Leamos esta perspicaz cuaderna vía: “Sea un hombre necio y rudo labrador ,/ los dineros le hacen hidalgo y sabidor;/ cuanto más algo tiene, tanto es de más valor:/ el que no ha dineros no es de sí señor”.

La Poesía más sabia, la más antigua, reflota verdades abismales sobre nuestra naturaleza. Jorge Manrique -caballero, soldado, poeta- reflexiona sobre la fugacidad del tiempo, ese traidor, ese irreversible canalla. El comienzo de la primera copla dice así: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, /cómo se viene la muerte/ tan callando”.

La poesía española atesora el prodigio del romancero. Aquellos sabios, antiguos poetas penetraron la abismal verdad de la humana naturaleza. El “Romance del Conde Arnaldos” pesa, como la luz, atestado de deslumbrantes preguntas. Leámoslo:


¡Quién hubiese tal ventura
sobre las aguas del mar,
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan!
Con un falcón en la mano
la caza iba a cazar,
vio venir una galera
que a tierra quiere llegar.
Las velas traía de seda,
la ejercía de un cendal,
marinero que la manda
diciendo viene un cantar
que la mar ponía en calma,
los vientos hace amainar,
los peces que andan nel hondo
arriba los hace andar,
las aves que andan volando
nel mástil las faz posar.
Allí fabló el conde Arnaldos,
bien oiréis lo que dirá:
—Por Dios te ruego, marinero,
dígasme ora ese cantar.
Respondióle el marinero,
tal respuesta le fue a dar:
—Yo no digo esta canción
sino a quien conmigo va.

Ahí va la retahíla de embriagadoras preguntas. ¿Cuál es esa mágica galera con velas de seda? ¿Quién es su hechicero capitán? ¿Por qué lírico mar navega? Y, sobre todas: ¿Qué canción bruja canta el marinero? ¿Quién -afortunado y solo, sola y afortunada- va con él a bordo?

Prosigamos éste nuestro peregrinaje por la Belleza. De santuario en santuario. De oráculo en oráculo. A medida que el idioma se empodera es mayor la exquisitez del verso. Así, por ejemplo, Petrarca, en su soneto CXII, dedicado a Sennuccio del Bene, poeta y amigo, llora versos que confiesan, entre la pesadumbre y la claudicación, que su pasión perdura más allá de la cruel descorrespondencia. Leamos:


Sennuccio, decir quiero en qué manera
tratado soy y qué vida es la mía.
No menos ardo ahora que solía,
Laura me envuelve y soy cual antes era.
Aquí la vi más blanca que la cera,
aquí dura, aquí cruda y aquí pía,
honesta aquí y aquí en gallardía,
aquí muy mansa, aquí altiva fiera,
Aquí cantó y aquí estuvo asentada,
aquí volvió y aquí detuvo el paso,
aquí con su mirar clavó mi pecho.
Hablóme aquí y aquí mostró derecho
su rostro y aquí estuvo demudada.
Con tanta variedad la vida paso.


¡Pobre Petrarca! Pobre, también, Fray Luis el honesto, el grande y mínimo Fray Luis de León quien, siempre en pos de una vida retirada de las vanidades se vio impelido a una vida de fama que detestaba. Como a tantos otros poetas, como a tantos otros hombres honestos, los celos del poder le condenaron a presidio. En frustrante paradoja de sabio Fray Luis se percata de que, enjaulado injustamente, es como logra su ideal de existencia. Así, esta bellísima décima “Al salir de la cárcel”:


Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado
y, con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con sólo Dios se compasa
y a solas su vida pasa
ni envidiado ni envidioso.


La Poesía, visitadora y asidua, nos guía en este peregrinaje por el decir, por el sugerir. De santuario en santuario. De oráculo en oráculo. Coetáneo de Fray Luis, un magno poeta cuyo nombre desconocemos escribió uno de los más hermosos sonetos de todos los vientos. Un soneto “A Cristo crucificado” que, al fin y a la postre, se ha convertido en el canto por antonomasia a la fragilidad. Al magno anónimo poeta no le mueve la divinidad de Jesús sino que le conmueve su fragilidad. Leamos tanta hermosura:


No me mueve, mi Dios, para quererte,
el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme las angustias de tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar por qué te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.

"Prosigamos éste nuestro peregrinaje por la Belleza. De santuario en santuario. De oráculo en oráculo. La Poesía actual es también sabia, reflota verdades abismales sobre la condición humana. Porque la Poesía tiene tiempo, claro, pero no tiene edad. La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad"

Como nadie jamás, los poetas místicos fueron los únicos hábiles para hacer fable lo inefable. No hábiles para escribir sobre el amor. Sino hábiles para decirlo. Rompiendo las palabras y su gramática, retorciendo dulcemente el idioma, resolviendo la física en metafísica, escribiendo desde la pureza y la más alta profundidad -otra vez recurro, claro, al claro Juan Ramón-, los místicos alcanzaron. Obtuvieron. Ganaron. Santa Teresa logró el poema perfecto, juego y fuego:

Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor,
porque vivo en el Señor
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puso en él este letrero:
que muero porque no muero.

Esta divina prisión
del amor en que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es dulce el amor
no lo es la esperanza larga.
Quíteme Dios esta carga
más pesada que el acero,
que muero porque no muero.

Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte, do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque no muero.

Mira que el amor es fuerte,
vida, no me seas molesta,
mira que sólo me resta
para ganarte, perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero,
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera
no se goza estando viva.
Muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo primero,
que muero porque no muero.

Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.


¡Ay, la poesía mística! Asciendan hasta esta otra cota: la lira vigésima del “Cántico espiritual” de San Juan de la Cruz; la profesión del poeta es sólo, todo, amar:


Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio:
ya no guardo ganado
ni ya tengo otro oficio;
que ya sólo en amar es mi ejercicio.


Aproximémonos ahora en nuestro peregrinaje a un poeta más mundano. El gigante. El monstruo. El Fénix de los ingenios. Lope de Vega. Todos y cada uno de los peregrinos, ustedes y yo, hemos ya escarmentado ilusión, problema de amor. Sabiendo sin saber ni cómo ni por qué nos hemos enamorado. Ella o él nos ha enamorado. Amor y desamor se nos han acercado. Nos han cercado. Un millar de perplejidades se nos han amontonado en el almario. Hemos intentado, inútilmente, racionalizar, sentimentalizar, verbalizar nuestra experiencia. Nuestro experimento. El amor. Qué es el amor. Hemos recurrido a maestros, amigos, alcohol, velocidad, derrotas… Nadie ha sabido aclararnos. Comprendernos. Cuando, de repente, nos topamos con el poeta. Con Lope. Que nos escribe:


Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que el cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor: quien lo probó, lo sabe.


La potencia del amor. Para hablar de la potencia del amor sin incurrir en trivialidades ni tópicos, es decir, para hablar de la potencia del amor desde la originalidad hace falta ser poeta. Entre otras rosas el poeta es eso: un ser original. Quevedo es original por excelencia. Cómo dice lo que dice en este soneto es rosa suya, sólo suya. Leamos:


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.


No más que la Poesía es apta, es cauta como para hacer fable lo inefable. Todos y cada uno de los peregrinos, ustedes y yo, hemos ya escarmentado acusada consciencia de la injusticia. De la injusticia social. Y de la injusticia cósmica. Divina. Nos molestan hasta la náusea la inmensa riqueza del rico y la incomprensible arrogancia de dios. Con los años casi todo nos es incomprensible. No obstante, el poeta enseña, nos enseña, nos lleva a, al menos, una certeza. No se puede matar. Tampoco al rico. Ni siquiera al rico. No puede el hombre matar al hombre. Porque matar a otro hombre es matarse a sí mismo. A ti mismo. Lo escribió así el poeta inglés, John Donne[3]:


No man is an island, entire of itself; every man is a piece of the continent, a part of the main; /…/ any man's death diminishes me, because I am involved in mankind, and therefore never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee.


Ningún hombre es una isla, ningún hombre está completo por sí mismo; cada hombre es una parte de un continente, una parte de un principal; /…/ la muerte de cualquier hombre me empequeñece porque estoy enredado en la humanidad y, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.

En el siglo XIX hubo una pléyade de poetas que, como nadie, supo sugerir. Entre ellos, Bécquer. Con sus versos antirretóricos, desnudos, pobres, decididamente modernos, supo, absolutamente, insinuar. Simbolizar. De modo eminente en sus rimas más breves. Aquí:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen;
hoy llega al fondo de mi alma el sol;
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...
¡Hoy creo en Dios!

Sabe, si alguna vez tus labios rojos
quema invisible atmósfera abrasada,
que el alma, que hablar puede con los ojos,
también puede besar con la mirada.

-¿Qué es poesía? -dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul-.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.

¿Cómo vive esa rosa que has prendido
junto a tu corazón?
Nunca hasta ahora contemplé en la tierra
sobre el volcán, la flor.

Por una mirada, un mundo;
Por una sonrisa, un cielo;
por un beso... ¡yo no sé
qué te diera por un beso!


También Baudelaire es caso eminente de sugerencia, de insinuación, de simbolismo. Comprobémoslo. La fragilidad. Tu fragilidad. Bajo tu disfraz -el ser humano es el ser perseverantemente disfrazado-, bajo tu disfraz de hombre duro, de mujer dura, te empeñas en esconder tu inescondible fragilidad. Aunque no lo admitirás nunca ante los demás, te sabes pleno de miedos. De las grietas de la duda. Te sabes pleno de incertidumbre. Aunque no lo admitirás nunca ante el otro. Te sabes frágil. Te sabes diseñado para volar. Pero te sabes impotente, pequeño para hacerlo. Volar. Te sabes frágil en tierra. Patoso. Como el albatros. Un albatros es una ave imponente en el cielo. Desmañada, inepta en el suelo. Atiende al poeta francés:

A menudo, para divertirse, suelen los marineros dar caza a los albatros, magníficos pájaros de los mares que siguen, indolentes compañeros de viaje, al barco que se desliza sobre los amargos abismos.

Apenas los marineros los arrojan sobre las tablas de cubierta, los albatros, antes reyes del azul, ahora torpes y avergonzados, se resignan a que sus grandes alas blancas se arrastren penosamente al igual que remos muertos a su lado.

Ay, el albatros: este viajero alado, qué torpe y débil aterrizado. Antes tan bello, ahora qué grotesco. Un marinero le quema su pico con una pipa; otro imita, cojeando, a este inválido que alguna vez voló.

El poeta se asemeja a este príncipe que sobre las nubes frecuenta la tormenta y se ríe del arquero; pero al que, exiliado sobre el suelo en medio de las burlas, sus alas de gigante le impiden, ya, volar.


Prosigamos éste nuestro peregrinaje por la Belleza. De santuario en santuario. De oráculo en oráculo. La Poesía actual es también sabia, reflota verdades abismales sobre la condición humana. Porque la Poesía tiene tiempo, claro, pero no tiene edad. La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad. Ésa es, por ejemplo, la Poesía de Antonio Machado, el humanista definitivo, el humanista siempre afligido -no se puede ser lúcido sin desconsuelo- que sabe que la auténtica melancolía implica felicidad, que sólo se puede ser feliz desde la tristeza. Leamos estos fragmentos de “Campos de Soria”:

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria; oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río;
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais!... ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!


He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.


Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña;
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!


¡Oh!, sí, conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita,
¿me habéis llegado al alma,
o acaso estabais en el fondo de ella?


La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad. Ésa es, por ejemplo, la Poesía de Pablo Neruda. Neruda también es, a veces, el poeta de la tristeza, mas para él ésta, la tristeza, es desamor. La tristeza nerudiana es pérdida. La nerudiana tristeza es, ya, no estar. Así lo llora en estos versos:


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero… tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

Otro momento de la charla del profesor dela Cruz

La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad. Ésa es, por ejemplo, la Poesía de Pedro Salinas, el hombre, el profesor, el poeta que supo que su voz se debía al otro, a la otra, a la amada, al amor. El hombre, el profesor, el poeta que sabía no ya que el infierno no es el otro, sino que el otro es la Poesía, que Poesía eres tú… Sólo así se puede escribir este beso:

Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.

Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
—¿adónde se me ha escapado?—.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.


La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad. Ésa es, por ejemplo, la Poesía de Gabriel Celaya, poesía explícitamente social, poesía explícitamente política, poesía explícitamente denuncia. Sociedad, política y denuncia explícitamente Poesía. Pura Poesía, pues. Pura Poesía impura, limpiamente manchada hasta los tuétanos. Poesía cargada. Poesía cargada de palabras. Poesía arma cargada de futuro[4]:


Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica, qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos.


La Poesía universal, ésa que es dama elegante y popular, y es hombre y niña y niño y platero y luna y caleidoscopio, esa Poesía, la única en verdad, no tiene edad. Ésa es, por ejemplo, la Poesía de Gloria Fuertes. En ella la Poesía no sirve para la vida, para decirla o para sublimarla o para afearla o para evadirla o para pretenderla o para… En Gloria Fuertes la Poesía no sirve para la vida sino que se transforma en vida: no es que sea una Poesía vívida, es que la Poesía vive. Vida y Poesía se transustancian, se interpenetran, no se distinguen. Escuchen esta “Nota biográfica”:

Gloria Fuertes nació en Madrid
a los dos días de edad,
pues fue muy laborioso el parto de mi madre
que si se descuida muere por vivirme.
A los tres años ya sabía leer
y a los seis ya sabía mis labores.
Yo era buena y delgada,
alta y algo enferma.
A los nueve años me pilló un carro
y a los catorce me pilló la guerra;
A los quince se murió mi madre
-se fue cuando más falta me hacía-.
Aprendí a regatear en las tiendas
y a ir a los pueblos por zanahorias.
Por entonces empecé con los amores
-no digo nombres-,
gracias a eso, pude sobrellevar mi juventud de barrio.
Quise ir a la guerra, para pararla,
pero me detuvieron a mitad del camino.
Luego me salió una oficina,
donde trabajo como si fuera tonta,
-pero Dios y el botones saben que no lo soy-.
Escribo por las noches y voy al campo mucho.
Todos los míos han muerto hace años
-estoy más sola que yo misma-.
He publicado versos en todos los calendarios,
escribo en un periódico de niños,
y quiero comprarme a plazos una flor natural
como las que le dan a Pemán algunas veces.


En este nuestro peregrinaje por la Belleza llegamos al final. Al último santuario. Al oráculo último. Aquí donde la Poesía conquista la cima, conquista la sima. Aquí donde la Poesía se satura y se llena, donde la Poesía se completa, donde la Poesía termina en un trampolín en el que se impulsa y continúa. Un terminar continuando con vocación de infinito ya cumplido. Aquí. En Federico. Aquí. En Federico García Lorca, donde, cuando, en quien la Poesía se consuma, en Federico, el trampolín último de la Poesía siempre primera, siempre empezando, siempre prorrogándose. Federico, “Casida del llanto”:


He cerrado mi balcón
porque no quiero oír el llanto,
pero por detrás de los grises muros
no se oye otra cosa que el llanto.

Hay muy pocos ángeles que canten,
hay muy pocos perros que ladren,
mil violines caben en la palma de mi mano.
Pero el llanto es un perro inmenso,
el llanto es un ángel inmenso,
el llanto es un violín inmenso,
las lágrimas amordazan al viento
y no se oye otra cosa que el llanto.


Señoras y señores, Don José Ramón López, su Presidente, me ruega un final feliz. Es más: la propia Poesía, esta Poesía visitadora y asidua que nos ha guiado en este peregrinaje por el decir, me pide un final feliz. Cada uno de ustedes, ¿estudia, trabaja, se ha jubilado? Sí: ya sé que el mercado laboral es muy complicado. Está muy complicado. Lo han complicado. Pero yo, profesor universitario, poeta, poeta mucho más que profesor, tampoco quiero terminar, tampoco quiero terminarle esta charla, singularmente a usted, sin ofrecerle un buen empleo. Me lo ha pedido la Asociación Artística Vizcaína. Me lo ha pedido Don José Ramón López. Me lo ha pedido la Poesía. Juan, por favor, me han dicho, tú que puedes, tú que eres profesor universitario, poeta, ofrécele a cada uno de los presentes, al final de la charla, un empleo. Y yo, claro, poeta, poeta claro, cumplo. Ahí va, singularmente para usted:

Discreta. Asustadamente. El periódico lo publicaba. El anuncio. La oferta. De estrellas. Contador de estrellas. Se necesita contador de estrellas. Y una dirección: Solomar, novecientos, ático derroche. Con discreción. Con miedo. Acudí. Me atendieron. Solícitos. De noche, claro. Hay que contarlas de noche. A cada contador se le adjudica una parcela de negro, de cielo negro, de cielo noche. Y cuenta. Estrellas. Todas las que pueda de entre el sarampión estelar de su parcela. No hay retribución. El sueldo de cada contable es el formidable. El propio infinito de su cómputo. Asustado. Discreto.

Muchas gracias. A usted. Ya tiene trabajo. Contador de estrellas… Muchas gracias.


[1] Cartas a un joven poeta
[2] Poema “Razón”. Publicado por vez primera en Favorables París Poema, Nº 1, julio 1926
[3] “Meditación XVII”, Devociones
[4] Cantos íberos, 1955


Esta conferencia de Juan L. de la Cruz Ramos tuvo lugar el 14 de septiembre de 2021, a las 7 de la tarde, y estaba preparada ex profeso para la Asociación Artística Vizcaína (AAV). Se impartió en la sala 'Gambara' del Centro Cívico 'La Bolsa' de la calle Pelota nº10 del Casco Viejo bilbaíno. 

Juan L, de la Cruz Ramos es profesor adscrito a la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco. Con "Peregrinaje por la poesía" se inauguró el trigésimo primer ciclo anual de las "Tertulias Poéticas" de los martes en Bilbao (Vizcaya). 

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