jueves, 26 de julio de 2012

A una escalera

Te odio, mentirosa escalera,

escalera quieta y despaciosa,

zarandeas mi vida, sinuosa,

abajo y arriba, carcelera.




Escalera perpetua y pasajera,

bajas y subes tozuda, graciosa,

subes y bajas lenta, pesarosa,

me llevas sin llevarme dondequiera.



Como una cualquiera, escalera,

a ningún sitio llevas a cualquiera,

a cualquiera atrapa tu madera.



Escala disfrazada, dios, destino,

en el postrer rellano desespera

mi alma, que hace peldaños su camino.


De 'Sonetos despacio", XXXVII soneto

viernes, 20 de julio de 2012

A la corbata

Mi queridísima corbata:

La posibilidad es tu baza. Mi queridísima corbata. Cuándo paras. Enrollada a mi garganta, cuándo detienes tu lazo, cuándo decides el momento de ajuste. Exacto. Cuándo contemplas que, más prieta, me dañas, me asfixias. Me matas. Tu posibilidad, corbata potencialmente horca, máquina, ese no querer saberte soga, ese saber ser bufanda. De seda. Tu posibilidad de seda. Deslizante. Te amoldas a mi garganta. La oprimes. La oprimes más. Te paras. Te detienes en el instante preciso. Antes, descolocada. Después, estranguladora. Justiciera. Parca.

Mi queridísima corbata, adminículo hermoso, posibilidad de seda, quién, qué manos, qué diosecillo coqueto y bueno te maneja, te voltea, te anuda en revolución -en revolación- a mi cuello y nunca te hace verdugo, nunca te quiere patíbulo. Pudiendo, nunca me terminas. Quién frustra la tentación. Quién te impide el crimen. Quién te para.


De "Cartas a mis cosas".

jueves, 12 de julio de 2012

Empezar

Es muy importante anotar en la cartera de mis versos que esto ocurría cuando yo era un niño. Como todas las madres -pero eso no tiene la más mínima relevancia; para un niño sólo hay su madre-, mi madre me cantaba y me cantaba. Una de las cancioncillas con que me cuidaba hablaba de un barquichuelo y decía así:
                   
Había una vez un barquito chiquitito
que no sabía navegar,
y si esta historia parece corta
volveremos a empezar.


Pasaron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas
y aquel barquito navegó,
y si esta historia parece corta
volveremos a empezar.

La cantilena, claro, como todas las piezas infantiles, se hacía música en una melodía pegadiza, facilísima, que me entusiasmaba interpretar. He de anotar también en esta cartera que la cancioncilla, breve como la he escrito, se demoraba en infinitas repeticiones. Se insistía en el hecho de que el barquichuelo no supiera navegar -“que no sabía, que no sabía”, reiteraba mi madre-. Y, asimismo, se recalcaba una y otra vez que la peripecia se cantaba de “aquel barquito, aquel barquito”. Por si tanta porfía fuera poca, las dos estrofas supraescritas se sucedían a sí mismas hasta el infinito sueño del escuchante.

La verdad es que yo nunca me dormía. ¿Por qué el barquito no sabía navegar? ¿Por qué ninguna nave nodriza, ninguna madre de los barcos le enseñaba? Tanto desamparo me producía desasosiego. Y, ¿por qué al paso de seis semanas justas el barquito, por fin, navegaba? ¿Qué prodigio había ocurrido en aquella mágica sexta semana que propiciaba la anhelada navegación? Todo esto se hurtaba en la cancioncilla. Todo esto mi madre me lo ocultaba. Y, además, puesto que con tanta mutilación narrativa la historia se hacía corta, la canción y mi madre, como una especie de cuento de la buena pipa, volvían y volvían indefinidamente a empezar. De forma que el barquito, que a la sexta semana maravillosa ya había aprendido y emprendía su singladura, en el nuevo recomienzo de la tonada otra vez no sabía navegar.

Tantas preguntas, tantas elipsis, tanto aprender y desaprender, tanta canción, tanta madre… No sé muy bien por qué, cuando era niño -y es muy importante anotar en la cartera de mis versos que esto ocurría cuando yo era un niño- tanta campanilla me fascinaba. Me vibraba. Me hacía temblar.

lunes, 9 de julio de 2012

Las gafas de Ángela Mallén

La reunión es bruja. La casa es hechicera. Las personas en puro sortilegio. Cinco. Cinco personas conversando el alma: una rosa, un ser hermano, la música y dos poetas. Uno de los poetas, creo, soy yo. La otra es Ángela. Ha llegado el momento de leer. Me ha llegado el momento de inaugurar mis últimos poemas. Todos, expectantes. Yo, amor.

De repente, me doy cuenta. He olvidado las gafas. Las gafas de los poemas. Las gafas para ver de cerca los poemas. Para acercarme a los poemas. Mis poemas están ahí. Imposibles a mis ojos.

Todos los poetas somos el mismo poeta. Todos perseguimos el mismo texto. El poema absoluto. Le pido, pues, a Ángela que me preste sus gafas de lectura. Me las calzo. Veo muy claros mis versos. Con una hondura que nunca hubiera sospechado. Pero aún hay más. Estoy clariviéndolos al mismo tiempo que veo todos los que Ángela había almacenado en sus anteojos. Mis versos se comparten en todos sus versos. Unos y otros se entran. Riman. Juguetean serventesios inexplorados, metáforas primeras, se encadenan libremente en un tejido lírico, en un humor lírico que humedece los cristales de aumento. Mis versos y sus versos en mis ojos. Entregados a mis ojos. Penetrándose. Penetrándome por la vista. Sus versos y mis versos, y todos los versos que ambos hemos leído y escrito y que permanecían agazapados en las lentes, todos los versos de todos los poetas ofreciéndoseme en las gafas de Ángela.

Se confunden. Sus versos y los míos se funden. Se hacen mutuos. Entreveo cómo mis versos, pícaros, se visten un bigotillo para seducir a los de Ángela y quedarse para siempre. En sus gafas. Juntos.

lunes, 2 de julio de 2012

Un prado minesido

Antonio Machado
Mi historia es muy sencilla. De hecho, yo soy una mujer muy sencilla. Y un poco frustrada. Estas palabras que está usted leyendo no las he escrito exactamente yo. Yo soy analfabeta. Estas palabras, otras muy parecidas, más pobres, se las he dictado al párroco. Aquí, en el pueblo, el señor párroco -que soy yo, el que está detrás de las palabras mendigas- me escribe las cosas que necesito. Bueno. Pues eso.

Mi historia es muy sencilla. Y un poco frustrante. Hace muchos años, cuando era -como soy ahora- la fregona de la escuela, escuché recitar al maestro de entonces, mientras relimpiaba los suelos de la galería del colegio, escuché recitar, digo, unos versos que me gustaron mucho. Los niños, a coro, los cantaban así:

“Ni un seductor mañana,
“Ni un prado minesido.”

A mí me gustaron mucho aquellos versos. Me parecieron sonoros. Brillantes como el agua del cubo antes de enturbiarse. Yo no los entendía muy bien. Sigo sin entenderlos. Y decidí entonces que, aunque yo fuera una simple fregona, tenía que encontrar ese seductor mañana y ese prado minesido de los que hablaban el poema, el maestro y los niños. Y el poeta. Que se llamaba don Antonio Manchado. O algo así. Y ahora no sé por qué se sonríe el señor párroco…

Mi historia es muy sencilla. Y ha sido un poco frustrante. Me he pasado la vida -ya soy muy mayor- fregando los suelos del mismo colegio. Y me casé. Y tuve hijos. Y, en eso, mi vida no ha estado mal. Pero, la verdad, nunca he podido encontrar el mañana seductor que decía el poeta. Y, mucho menos, y eso que lo he intentado con ahínco, el prado minesido. No sé todavía lo que es un prado minesido. Ni dónde está. Y el señor párroco, sonriente, cada vez que le pregunto, me insta a que siga buscándolo.