domingo, 9 de octubre de 2022

Arbolillo dibujado

Pixabay
Mi queridísimo arbolillo dibujado:

Mi hijo, que es casi -casi- otro arbolillo, te dibujó y, así, solamente esbozado, te plantó en mi mesa del despacho, ese vasto campo. Así, esbozado, mi queridísimo arbolillo, dibujado, solitario en la naturaleza de mi mesa de trabajo, cobijas como si fueras un árbol mis versos y mis manos. Como si fueras un árbol. El arbolillo de mi hijo. Mi hijo, que está haciéndose, te he hecho árbol. Mi hijo, ese arbolillo... Te ha creado.

Te ha creado esquemático. Sólo líneas. Como el niño de un árbol. La vertical del tronco. La quebrada maraña de las ramas. Dos raíces oblicuas, en ángulo. No sé por qué poética decisión te ha desnudado de hojas. De copa. De aspiraciones. Esqueleto otoñal, sólo tronco y ramas y raíces. Como un ahorcado.

Mi queridísimo arbolillo dibujado. Mi hijo, lírico y mágico, en la misma página, a tu costado, ha figurado a un hombre. Lo ha dotado de tu misma envergadura. Un hombre como un árbol. Ha hecho al hombre como si fuera un árbol. También sólo puro huesos. Puro trazo. La redondez de la cabeza. La vertical del tronco. La graciosa diagonal de las extremidades. Las de arriba. Las de abajo. Al soslayo. El esqueletillo del hombre junto al esqueletillo del árbol. Entre ambos, sin embargo -mi niño, ¡qué sabio!-, bien clara la diferencia. La vertiginosa ausencia. Mi queridísimo arbolillo dibujado: ¿dónde están las dos raíces oblicuas, en ángulo, del ser humano?

De "Cartas a mis cosas"

Puerta

Pixabay

Mi queridísima puerta:

¿Dónde estás cuando estás abierta? Si abierta no puedo verte. Sólo veo tu ausencia. Tu transparencia. De par en par te me ofreces y te entro. Tieso yo. De pie. Recto. Pero no te penetro. No me quedo dentro. No puedo. Porque no más te atravieso ya estoy del otro lado. Al otro lado de tu otro lado. No sé cómo puede ser. Como si fuera otra vez fuera estando dentro. Estoy dentro. Pero no adentro de ti. Simple frontera. Estoy dentro. Sí. Pero no en tus adentros. Cuando estás abierta, hueca, desnuda de tu madera, despojada, descubierta, no me alojas. Me toleras. Pero no me hospedas. Me haces amigo. Pasante. Pero no te abres amante. No me quieres. No te dejas. No me aceptas. Puerta abierta: virgen inviolable. Eterna virgen. Virgo perfecta.

Puerta, mi queridísima puerta abierta, imposible, terca, recibe la obstinada resistencia de tu aspirante, de tu pasajero.

Del libro "Cartas a mis cosas"


PoesíApp: La casona

Pixabay

Pasaba el día en la casona. La casona. La ciudad trasladada, exhibida en el campo. Cortinones. Caoba. Bagatelas. Luz. Y comer: mantelería, plata, porcelana. Todo filigrana de idilio... Tras la siesta, urbanita, me propongo el paseo. Revestido, impecable, de ciudad. Y entonces, las vacas. Pulcras. Repeinadas. Rumiantes.  Rumiando. Tumbadas al sol vespertino y rural, como turistas. Y entonces, súbito, las vacas se incorporan. Impasibles, el semental las monta. Impasibles, andan y se contonean y pastan y deyectan, todo al mismo precio. Yo, urbanita, no entiendo. No puedo entender. Regreso. A la casona. Y  me refugio.

PoesíApp: El muro infranqueable

Pixabay
Uniformado de gris, de negro, vacío de colores, el guardia fronterizo ya había logrado sellar la linde. Desvencijado de medallas, saturado en similor el pecho, también vacío, ya había logrado que la raya no la penetrase nadie. Ahora, gris y negro y condecorado pretendía -pretencioso sumo- sellar la frontera también por el aire. Que ningún pájaro, que ninguna gota de lluvia,  que ninguna nube -sobre todas, una con forma de fuego-, que ningún viento la transpasase. Y así, ahora, gris y negro y ultracondecorado, albañil obseso, construía ahora el más alto muro jamás izado. Y así, ahora, en obsesa pretensión de verticalidad, consumía infinitamente su ahora. Pero fracasaba. Porque no lograba, ya, que la divisoria no la penetrase nadie. Obseso en lo alto, fracasaba: pájaros y lluvias y nubes -sobre todas, una, irreverente, ígnea- y vientos transgredían, burlándose, el muro. Y, además, obseso en lo alto, descuidaba lo bajo, fracasaba: no se percataba, ya, de los miles que saltaban, como una comba, la vana aduana terrestre.