sábado, 30 de enero de 2016

"El tete de la vida"

Hasta el más cruel de los hombres siente un insuperable escrúpulo que no le deja matar a un niño, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. Hasta el más inhumano aprecia una humanidad incipiente, completa, sagrada, inviolable, lábil, en los hoyuelos de un bebé que, glotón, chupa indolentemente el tete de la vida. Hasta el más desnaturalizado columbra en la fragilidad infantil una raíz, un hilo, una vibrante mariposa de humana tierra. Pues pensad en esto, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. En que en todo hombre se conserva el niño. En que en todo hombre se agazapa la reminiscencia de una infancia persistente. Resistente. En que en todo hombre perdura, se obstina un muchachito perenne. Ocupando juguetón, terco. Ocupando todavía los primeros dedos de sus centímetros, la primera vida de sus pasos. El niño que fue insiste en el hombre que es. El hombre consiste en poco más que un niño que se permanece, crece y se arruga. Matar a un hombre es un abominable infanticidio. Porque todos los niños posibles se alojan en cada muerto. Se hospedan en él. Se cobijan. Matar a un hombre es desahuciar al niño que amorosamente le quedaba, le amanecía dentro.

De “Lázaro Valbuena”