sábado, 1 de junio de 2013

Sastrerías


Me encantan las sastrerías. Puesto que mi cuerpo es alma las sastrerías son el refugio idóneo para mi fragilidad. Elijo la tela que me va a acorazar. El sastre toma medidas. Me toma medidas. Como si yo fuera un campo. Geometría. Y, finalmente,  por mor de las manos demiúrgicas, un anónimo retal cualquiera se resuelve en mi narcótico disfraz.
 
Me encantan las viejas sastrerías. Todas de madre madera. Sus baldas de nogal. La filigrana del hilo de naranjo. Las viejas sastrerías acogedoras. Cobijadoras.  Mentirosas. Me encantan. Me encanta, sobre todo, su olor. Ese olor plateado a tijerazas caricaturescas. Ese olor azul de los tejidos obscenamente dispuestos, expuestos.
 
Ese olor adictivo de las viejas sastrerías me recuerda inevitablemente a mi padre. Me evoca aquella vez, tendría yo nueve o diez años, en que lo acompañé a una prueba. Le estaban cosiendo otro traje nuevo. El maestro costurero nos esperaba reverente. Nos pasó a un elegante vestidor. Tan grande. Allí mi padre y yo nos quedamos a solas con el fascinante terno. Y entonces se me abrió la sorpresa. Me volaron los ojos. Para probarse el nuevo, claro, mi padre hubo de despojarse del impecable conjunto diplomático que llevaba puesto. Fuera la chaqueta. El chaleco fuera. Yo miraba atónito. Descubriendo. Abajo también los pantalones con su raya exacta, vertical. Don Padre casi en cueros. Desnudo de su armadura. Y, así, puro hombre, era igual que yo. Igual que yo…
 
Ahora, todavía, me siguen gustando las sastrerías. Las pocas viejas sastrerías que resisten. Pero, ahora, sin padre y sin amor, cuando me desvisto, pobre, sin amor, en sus probadores, ya no soy igual que era mi padre. Hombre puro. Ya no soy, siquiera, igual que era yo. Ahora, solo, maniquí. Muñeco surreal.
26 - 5 - 13

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