domingo, 13 de octubre de 2013

Pumba Lacatumba

Es casi verano. Siempre es casi. Ella y yo vamos hacia la guardería. Cuatro años. El niño tiene -es tenido- cuatro años. Todos los días, cuando nos lo devuelven, cuando nos regresa, es como si la vida se precipitara a la vida. Nosotros, ella y yo, recuperamos el mundo diminutivo. Él, el niño, se asegura. Todo son dedos y bocas que se cruzan y preguntas sin pena.

Hoy, que es casi, que es casi verano, nuestro hijo nos cuenta, en palabras que empiezan, en sus palabras de juguete, que la seño le ha enseñado una canción. Y que la tenemos que -la tenemos que- escuchar. Y que nos la va a cantar. Y canta así. Pumba. Pumba. Pumba lacatumba. Y ahí se queda. Una y otra vez. De ahí no sale. Ahí se queda. En el perpetuo pumba lacatumba. Y ella, su madre, se ríe. Y yo me enojo. Me enfada ese trivial pumba lacatumba que el niño no sabe vencer. Y ahí se instala. Una y otra vez. Nada más que pumba lacatumba.

De aquello hace veintitantos años. Hoy lo he recordado. Hoy también es un día de verano. Aunque mi alma, otoñal. No lo sepa. Ella ya no está. Ella ya no se es conmigo. El niño diminutivo también desapareció entre afeitados y besos lejanos y tanta pena en las preguntas. Ya no hay risas. Casi no hay risas. Siempre es casi. Y yo, sin ella, vivo denodadamente enojado. Y, es trágico, es curioso, se mantiene. Se permanece. La vida, mi vida, ha devenido un martillo. Un estribillo. Un perpetuo, un permanecido pumba lacatumba que no me permite cantar.

4 - 8 - 13

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