domingo, 2 de marzo de 2014

Pablo

Tiene diez y ocho años. Juega al baloncesto. Es muy largo. Tanto que, aun tan joven, ya ha llegado. Es, digo, baloncestista. También es cielo. En su voz niñamente grave hay una pelota de bonhomía. Su cara es como la adolescencia del corazón. Y sus manos, infinitas, de flexibles huesos ríos, sus manos longuísimas alojan miles de ternezas futuras.

Tiene diez y ocho años. En su largura inverosímil le caben ya muchas preguntas. Y la fragilidad toda de la ausencia. Diez y ocho años de golpe. De dudas. De miedo. Él no lo sabe. Pero tiene mucho miedo. Y también sabe que tiene mucho miedo. Es baloncestista. Lleva encestado mucho temor en el partido de la vida.

Tiene diez y ocho años. Juega al baloncesto. Y es muy grande. Está lleno de músculos y de rocas. Al verle tan grandullón, tan desaforado, todos piensan que es muy fuerte. Que su dimensión abarca la guerra. Todos lo piensan menos yo. Como él sabe de su miedo yo sé de su tronchabilidad. De su delicadeza. En tanto cuerpo -voz, cara, manos, músculos, rocas-, en cuerpo tan elevado, cabe mucha necesidad. Se trata de pura proporcionalidad. Es cuestión de cuantificación pura. De puro requerimiento. A más altura, más humanidad. A más altura, más cuidados. Hasta la cumbre del amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario