Qué prodigio llevaros en la pura frente de los ojos y no veros. Ahí, ahí mismito, en el mero palmo de mis narices, ostensiblemente transparentes. Prensiles -las patillas, dos garfios-, aferradas a las orejas, silenciosamente estando. Mis queridísimas gafas transparentes y calladas, permanentes e invisibles. Existencia. Mis queridísimas gafas dobles y sencillas, par y una. Misteriosas lentes. Lento río pasando y pasando. Ante los ojos. Anteojos. Quedando.
Mis queridísimas gafas, qué prodigio acercarme las cosas, facilitármelas, traérmelas a la vista de los dedos, al alcance de la mano. Qué bondad de acercamiento, de arrimarme al mundo. De dármelo. Qué vocación de beso. De puente. De vecino. De hermano. No obstante, mis queridísimas gafas cristalinas, a pesar de vuestra fe, he de confesaros que me hacéis ver más. Sí. Ver más. Pero no más claro.
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