Es muy importante anotar en la cartera de mis versos que esto ocurría cuando yo era un niño. Como todas las madres -pero eso no tiene la más mínima relevancia; para un niño sólo hay su madre-, mi madre me cantaba y me cantaba. Una de las cancioncillas con que me cuidaba hablaba de un barquichuelo y decía así:
Había una vez un barquito chiquitito
que no sabía navegar,
y si esta historia parece corta
volveremos a empezar.
Pasaron una, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas
y aquel barquito navegó,
y si esta historia parece corta
volveremos a empezar.
La cantilena, claro, como todas las piezas infantiles, se hacía música en una melodía pegadiza, facilísima, que me entusiasmaba interpretar. He de anotar también en esta cartera que la cancioncilla, breve como la he escrito, se demoraba en infinitas repeticiones. Se insistía en el hecho de que el barquichuelo no supiera navegar -“que no sabía, que no sabía”, reiteraba mi madre-. Y, asimismo, se recalcaba una y otra vez que la peripecia se cantaba de “aquel barquito, aquel barquito”. Por si tanta porfía fuera poca, las dos estrofas supraescritas se sucedían a sí mismas hasta el infinito sueño del escuchante.
La verdad es que yo nunca me dormía. ¿Por qué el barquito no sabía navegar? ¿Por qué ninguna nave nodriza, ninguna madre de los barcos le enseñaba? Tanto desamparo me producía desasosiego. Y, ¿por qué al paso de seis semanas justas el barquito, por fin, navegaba? ¿Qué prodigio había ocurrido en aquella mágica sexta semana que propiciaba la anhelada navegación? Todo esto se hurtaba en la cancioncilla. Todo esto mi madre me lo ocultaba. Y, además, puesto que con tanta mutilación narrativa la historia se hacía corta, la canción y mi madre, como una especie de cuento de la buena pipa, volvían y volvían indefinidamente a empezar. De forma que el barquito, que a la sexta semana maravillosa ya había aprendido y emprendía su singladura, en el nuevo recomienzo de la tonada otra vez no sabía navegar.
Tantas preguntas, tantas elipsis, tanto aprender y desaprender, tanta canción, tanta madre… No sé muy bien por qué, cuando era niño -y es muy importante anotar en la cartera de mis versos que esto ocurría cuando yo era un niño- tanta campanilla me fascinaba. Me vibraba. Me hacía temblar.
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