lunes, 9 de julio de 2012

Las gafas de Ángela Mallén

La reunión es bruja. La casa es hechicera. Las personas en puro sortilegio. Cinco. Cinco personas conversando el alma: una rosa, un ser hermano, la música y dos poetas. Uno de los poetas, creo, soy yo. La otra es Ángela. Ha llegado el momento de leer. Me ha llegado el momento de inaugurar mis últimos poemas. Todos, expectantes. Yo, amor.

De repente, me doy cuenta. He olvidado las gafas. Las gafas de los poemas. Las gafas para ver de cerca los poemas. Para acercarme a los poemas. Mis poemas están ahí. Imposibles a mis ojos.

Todos los poetas somos el mismo poeta. Todos perseguimos el mismo texto. El poema absoluto. Le pido, pues, a Ángela que me preste sus gafas de lectura. Me las calzo. Veo muy claros mis versos. Con una hondura que nunca hubiera sospechado. Pero aún hay más. Estoy clariviéndolos al mismo tiempo que veo todos los que Ángela había almacenado en sus anteojos. Mis versos se comparten en todos sus versos. Unos y otros se entran. Riman. Juguetean serventesios inexplorados, metáforas primeras, se encadenan libremente en un tejido lírico, en un humor lírico que humedece los cristales de aumento. Mis versos y sus versos en mis ojos. Entregados a mis ojos. Penetrándose. Penetrándome por la vista. Sus versos y mis versos, y todos los versos que ambos hemos leído y escrito y que permanecían agazapados en las lentes, todos los versos de todos los poetas ofreciéndoseme en las gafas de Ángela.

Se confunden. Sus versos y los míos se funden. Se hacen mutuos. Entreveo cómo mis versos, pícaros, se visten un bigotillo para seducir a los de Ángela y quedarse para siempre. En sus gafas. Juntos.

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