Chispeando se anunció en el despacho. En mi despacho. Se apareció -se me apareció- casi volando. Luciérnaga. Hace años había sido mi alumna. Ahora me llegaba como madre luminosa. Con fulgor de hermana. Blancamente hermosa. Futura sor cándida. Desde su albura, al moverse, desprendía estatuillas de virgen, nogal policromado en bondad.
Chispeando me anunció su voluntad de enclaustrarse. De encerrarse abierta a cal y canto. De clausurar su mundo químico para ensanchar de par en par la apertura al amor de su transparencia. Me anunció, chispeando, que se le había proclamado, por fin, su camino. Que la vida retirada -campo, altar, piedra- sería su descansada vida. Y la palabra poesía. Y el dios misterioso de cada otro.
Toda ella me anunciaba su buena nueva chispeando. Pedernal en fuego. Roca blanda. Absolutamente segura. Absolutamente dudando. Humana en plenitud. Voto puro de fragilidad. Yo la contemplaba -exactamente mi solo ejercicio era su contemplación-; yo la contemplaba y la veía toda y todo y en toda todo belleza. Blanca belleza. Blanca.
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