Un poeta granate de mediados del siglo pasado me nombró su albacea. Sabía que había leído todos sus versos. Sabía que, incluso, algunos de sus versos los hubiera escrito yo. Me gustaría haberlos escrito. Lo sabía. En su testamento, que cuidé, que cuidé se cumpliera al pie de la tierra, me legó un sobre. Un sobre de aquéllos de aquel siglo. Correo postal aéreo. Tafileteado en discontinuos azul y rojo. Un sobre volador... Dentro, como una nube, en papel de carta de grueso gramaje, en letra de estilográfica, me llovía, póstumo: "Acepté vivir para ser brezado por Ella. Pero nunca... Cuando finalmente llegó, Ella era la Otra". Ese verso no se lo había leído. Nunca. Pero todos los días lo escribo.
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