Sólo en eso. Pero en eso. Equivocados. En lo del mar, no.
Pero en eso del perro... Equivocados. En todo lo del mar, acierto pleno.
Mientras José Javier moría, mientras se permanecía, mientras se entraba en la
mar, Mariajosé y Salvador y Teresa acertaron dándose, dándole orillas.
Astrolabios. Mientras José Javier se entraba en la mar.
Pero, eso sí, en lo de que el perro no se haya despedido de
su amo, en lo de que el perro no haya podido, no le ladrara su último amor, en
eso, solo en eso, Mariajosé y Salvador y Teresa están equivocados.
Los perros tienen su tiempo. Una especie de edad de oro, de
siglos de oro caninos paralelos a nuestros relojes. Y José Javier era el dueño
y señor de los dorados siglos. Dueño y señor de Zalamea y de aquella casa con
dos puertas y -escúchame, Teresa- dueño y señor -amor- de todas las niñas de
plata. En ese áureo tiempo al que José Javier pertenece, que José Javier
señorea, allí, perros a una, en esa mágica Fuenteovejuna, su perrillo se
despidió. Y José Javier jugaba lanzándole mil pelotas en versos clásicos. Y
todos los perros -escuchadme esto, Mariajosé y Salvador y Teresa-, todos
los perros de todos los teatros -Quitos, por supuesto; e incluso el perro del
hortelano- se han despedido de él. Y es más. Ahí, en ese tiempo de oro, en esa
mágica Fuenteperruna, José Javier sigue haciendo. Y le dejan hacer. Sigue
siendo. Y le dejan ser.
¡Cómo gocé sus clases descifrando las claves de Góngora! Gran profesor y enorme pérdida para la facultad.
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