(práctica de imperfectos)
Paralizado en la última página, llevaba viviendo quieto horas y horas. Una quietud en ebullición. Metal frío por fuera. Como una olla. Abrasándome por dentro. Había llegado al final y no podía clausurar el libro. Atrapado, instalado en el párrafo postrero que se abría infinitamente más allá de las últimas calles. El poema, como el gran teatro de un cuento, terminaba el capítulo con un verso que empezaba el mundo en una parábola que subía. Sólo subía. Todo lo subía. Llevaba quieto subiendo horas y horas. Paralizado ascendiendo a la vida de arriba, que es la vida verdadera, atrapado, instalado en el fulgor del texto, creciendo inmóvil, profundamente escalando. Disfrazado. Traspasado al otro costado. Incendiadamente lejos. Tras el azogue de las palabras. No podía cerrar aquel libro que me inauguraba el fuego. En las manos. El fuego en las manos. En el pecho. En los dedos del pecho. Horas y horas llevaba quemándome quieto. Lejos.
De "Curso de Gramática"
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