La alcoba era inhóspita. Hospitalaria. La luz ocremente
fiera. No olía a nada. Como si la nada pudiera. Y ella. Ella. La vieja. Una
quiebra. Derrengada. Vieja. A penas comer. Todo dormir. Anticipándose. Vieja. A
un simple levantar de rodillas el alma le dolía con fervor de muerta. Se
le atragantaban las aguas del río. Le ahogaban los últimos meandros. A ella. A
la vieja. Junto a ella, mayor, el hijo mayor. También mayor, la hija pequeña. Y
la plétora rubia de una nieta. De repente, tanto cuidado al mismo tiempo.
La hija le abriga la mano. A la vieja. La mano de la vieja. La nieta le posa un
pie. Con queja suave. Profunda. Y, mayor, el hijo mayor, sonriendo, llora. No.
No todo era sórdido en aquella alcoba ocremente luz. Había también una frágil
belleza. Una frágil belleza inhóspita.