Exhausta, hasta la orilla de mármol del lavabo ha arribado.
Náufraga. No sé cómo. Pero esa mi ignorancia no importa. Esto es un cuento. El
mar del fingimiento. Exhausta. Alguna ola sabia, onda, misericorde, me la ha
arrimado. A la encimera de mármol del lavabo. Una botella verde. Claro. Una
botella oscura de verde. Verdeoscura. Náufraga de algún otro relato. Náufraga
de algún poeta otro. Que la lanzara, él también, al fingimiento del mar. Casi
sin respiración, exhausta, la botella me ha arribado, claro, cerrada. La he
descorchado. Para que inspirara. Y en el cristal de su vientre, como no podía
ser de otra marina, abrigaba un mensaje. El papel era recio. Humedecido. Calado
de agua viva. Preservadora. El papel escrito...
El idioma era ése. El universal. El de los poetas, el de los
cuentistas. El de los protagonistas de todos los versos. El papel, recio,
escrito por hombre refinado. Temeroso, pues. El mensaje se iniciaba con dos
citas. Cuidadas por los siglos. De Boecio, una: "¡Dichosa muerte, cuando
sin amargar la dulzura de los años buenos, acude si el corazón la llama en su
favor!" De Santa Teresa, la otra: "Venga ya la dulce muerte, el morir
venga ligero". Hombre refinado. El poeta. Escribía, recio, después:
"Lanzo al mar mi pena escrita. La he escrito para quitármela. La lanzo
para, inútilmente, intentar perderla. Como hombre, soy de pena. Casi sesenta
años de venas. Me estoy, ya, molido. Así, derrotado, he charlado con la muerte.
No he pactado. Con Ella. No hemos pactado. Le he rogado que fuera
-dentro- piadosa. Conmigo. Dulce. Ligera. Que me tratara. Ya.
Definitivamente. Pero que lo hiciera solícita. Süave. Que no añadiera
dolor a mi quebranto. Le he rogado a la muerte que me tratara como médica. Que
paliara. Que me paliara y que me llevara, dulce, ligera, al otro lado. Al otro
lado. El lado sin penas..."
La encimera de mármol. Exhausta. Náufraga, la botella.
Refinado, el poeta.