Charla-Recital en Ikasbidea Ikastola, Vitoria-Gasteiz
Vitoria, 15 de abril de 2021, a las 13 horas
Buenos días a todos, singularmente, a ti:
No puedo empezar esta charla/recital sin agradecer, desde el tuétano de la poesía, la invitación de este Centro, Ikasbidea, de su Dirección y Claustro y, muy especialmente, del profesor, ex-alumno y púgil lírico, Javier Tobías. La lucha por la lírica es, a lo mejor, a la mejor, la única lucha aceptable. La única legítima verbal violencia.
El profesor de la Cruz durante su intervención |
Te agradecería, en este punto de esta charla, que reflexionaras conmigo sobre la palabra. Ese instrumento, exclusivo del ser humano, que nos permite ser humanos, que te permite pensar sobre tu edad, sobre la felicidad y el vacío, sobre la resignación y la transgresión. Que te permite preguntarte y responderte. Una palabra que me parece muy, muy importante y que deseo compartir contigo es la palabra inefabilidad. Inefabilidad. Inefable es todo aquello tan grande o tan pequeño, tan alto o tan hondo, tan de hierro o tan de cristal que no se puede decir con palabras comunes. Coloquiales. Que no se puede explicar con vulgares palabras. Un beso. Por ejemplo. Tienes 16, 17 años. Habrás ya regalado, te habrán ya puesto, un beso. No un beso de madre. Sino un beso caliente de hombre o de mujer. Que eres. Un beso. ¿Qué es un beso? Si un beso fuera, como pretende la química, una rozadura, un contacto de epidermis bucales con intercambio de fluidos -¡qué asco!-, si un beso fuera eso, entonces, nunca besarías. Nunca hubieras besado. Nunca te hubieras dejado besar. ¡Qué asco! Es que la química, las palabras de la química, no saben explicar cabalmente qué es un beso. Tu beso caliente. Para la química un beso es una calentura inefable.
Un alumno participó también en el recital |
Por
una mirada, un mundo.
Por
una sonrisa, un cielo.
Por
un beso…
¡Yo no sé qué diera por un beso!
Tienes 16, 17 años. Habrás ya iniciado ejercicio, ilusión, problema de amor. Sabiendo sin saber ni cómo ni por qué te habrás enamorado. Ella o él te habrá enamorado. Amor y desamor se te habrán acercado. Te habrán cercado. Un millar de perplejidades se te han amontonado en el almario. Has intentado, inútilmente, racionalizar, sentimentalizar, verbalizar tu experiencia. Tu experimento. El amor. Qué es el amor. Has recurrido a padres, maestros, amigos, alcohol, velocidad, caleidoscopios… Nadie ha sabido aclararte. Comprenderte. Cuando, de repente, te topas con el poeta. Que te escribe:
Desmayarse,
atreverse, estar furioso,
áspero,
tierno, liberal, esquivo,
alentado,
mortal, difunto, vivo,
leal,
traidor, cobarde y animoso;
no
hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse
alegre, triste, humilde, altivo,
enojado,
valiente, fugitivo,
satisfecho,
ofendido, receloso;
huir
el rostro al claro desengaño,
beber
veneno por licor süave,
olvidar
el provecho, amar el daño;
creer
que un cielo en un infierno cabe,
dar
la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Tienes 16, 17 años. El ser humano es un eterno adolescente. La adolescencia es la calidad inapeable del hombre. A tus 16, 17 años, habrás sufrido, ya, dolor. El dolor es la estancia del hombre. Has sufrido dolor por la muerte. O por la enfermedad. O por dios. O porque, practicando el deporte de tu poca vida, se te ha roto el hueso imposible de la risa. Dolor. Has sufrido, ya, dolor. Pena. Pena negra. Esa insoportable pena que necesitas compartir. Que no eres capaz de sobrellevar solo. Esa insoportable pena que necesitas contar. Y no sabes cómo. Esa insoportable pena que es casi igual a la del viejo poeta. He aquí su poema:
Ahora
que la fragilidad, sí, es mi sola compañera, muchas veces me acuerdo de cuando
niño. No porque cuando niño fuera frágil. No. Cuando niño no lo era. No fui un
niño frágil. Aunque, probablemente, sí, también fui un niño frágil. Muy frágil.
Pero, como era un niño, no lo sabía. Es muy diferente ser frágil sin saberlo.
Lo eres mucho menos si no lo sabes. Por eso, ahora, me acuerdo muchas veces de
cuando niño. Cuando niño a mi madre le gustaba burbujeantemente jugar conmigo.
Le gustaba, por ejemplo, jugar conmigo a las adivinanzas. Había una que le
demandaba mil veces. Una que, a fuerza de repetirla, me sabía de memoria. Un
acertijillo cuya quisicosa yo tenía resuelta. Claro. Porque la presentida
respuesta siempre era la misma. Me entusiasmaba que mi madre, toda burbujas, me
planteara aquella fiel adivinanza cuya escondida clave era una certeza palmaria
para mí. Mi madre mil veces me recitaba: “Una señorita muy aseñorada que
siempre va en coche y siempre va mojada”. Y yo, eufórico, mil veces,
arrogantillo, seguro, clamaba: “¡La lengua!” Cuando era niño, sí, era frágil
sin saberlo. Muy frágil. Pero entonces, con serlo, digo, no lo sabía. Ahora
también lo soy. Frágil. Y lo sé. Soy, pues, doblemente hombre. También sé,
ahora, que la resolución de aquella adivinaja no era, desgraciadamente, la
lengua. Ahora, solo, sin madre y sin ella, ahora sé que se trata del alma. De
mi alma. Esa señorita muy aseñorada que siempre va en el desvencijado coche de
mi cuerpo y que siempre, siempre -siempre lágrimas; por dentro lágrimas-, va
mojada.
La fragilidad. Tu fragilidad. Tienes 16, 17 años. Bajo tu disfraz -el ser humano es el ser perseverantemente disfrazado-, bajo tu disfraz de chico duro, de chica dura, te empeñas en esconder tu inescondible fragilidad. Aunque no lo admitirás nunca ante los demás, te sabes pleno de miedos. De las grietas de la duda. Te sabes pleno de incertidumbre. Aunque no lo admitirás nunca ante el otro. Te sabes frágil. Te sabes diseñado para volar. Pero te sabes impotente, pequeño para hacerlo. Volar. Te sabes frágil en tierra. Patoso. Como el albatros. Un albatros es una ave imponente en el cielo. Desmañada, inepta en el suelo. Atiende al poeta francés:
A
menudo, para divertirse, suelen los marineros dar caza a los albatros, magníficos
pájaros de los mares que siguen, indolentes compañeros de viaje, al barco que
se desliza sobre los amargos abismos.
Apenas
los marineros los arrojan sobre las tablas de cubierta, los albatros, antes reyes
del azul, ahora torpes y avergonzados, se resignan a que sus grandes alas
blancas se arrastren penosamente al igual que remos muertos a su lado.
Ay,
el albatros: este viajero alado, qué torpe y débil aterrizado. Antes tan bello,
ahora qué grotesco. Un marinero le quema su pico con una pipa; otro imita,
cojeando, a este inválido que alguna vez voló.
El poeta se asemeja a este príncipe que sobre las nubes frecuenta la tormenta y se ríe del arquero; pero al que, exiliado sobre el suelo en medio de las burlas, sus alas de gigante le impiden, ya, volar.
Tienes 16, 17 años. Acusada consciencia de la injusticia. De la injusticia social. Y de la injusticia cósmica. Divina. Te molestan hasta la náusea la inmensa riqueza del rico y la incomprensible arrogancia de dios. Con 16, 17 años, casi todo te es incomprensible. Sin embargo, con 60, también. No obstante, el poeta enseña, te enseña, te lleva a, al menos, una certeza. No se puede matar. Tampoco al rico. Ni siquiera al rico. No puede el hombre matar al hombre. Porque matar a otro hombre es matarse a sí mismo. A ti mismo. Lo escribió así el poeta inglés:
No man is an island, entire of itself; every
man is a piece of the continent, a part of the main; /…/ any man's death
diminishes me, because I am involved in mankind, and therefore never send to
know for whom the bell tolls; it tolls for thee.
Ningún hombre es una isla, ningún hombre está completo por sí mismo; cada hombre es una parte de un continente, una parte de un principal; /…/ la muerte de cualquier hombre me empequeñece porque estoy enredado en la humanidad y, por lo tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.
Tienes
16, 17 años. Eres inocente. Valioso. Muy valioso. En tu plétora de salud posees
un oído muy fino. Una agudeza acústica que te enriquece y te atormenta. Que te
recrea con la música. Que te hiere con el llanto. Porque tú, singularmente tú,
eterno adolescente de 16, 17 años, tú, adolescente eterno de Ikasbidea, por
culpa de la finura de tu oído, que es consecuencia de tu bondad, por culpa,
pues, de tu bondad, oyes siempre la tragedia, oyes siempre el llanto que
Federico, tu Federico, Federico García Lorca, jamás podía eludir. Así decía tu
Federico:
He
cerrado mi balcón
porque
no quiero oír el llanto,
pero
por detrás de los grises muros
no
se oye otra cosa que el llanto.
Hay
muy pocos ángeles que canten,
hay
muy pocos perros que ladren,
mil
violines caben en la palma de mi mano.
Pero
el llanto es un perro inmenso,
el
llanto es un ángel inmenso,
el
llanto es un violín inmenso,
las
lágrimas amordazan al viento
y no se oye otra cosa que el llanto.
Tienes 16, 17 años. Estudias. Trabajas. ¿Estudias o trabajas? Sí: ya sé que el mercado laboral es muy complicado. Está muy complicado. Lo han complicado. Pero yo, profesor universitario, poeta, poeta mucho más que profesor, no quiero terminar, no quiero terminarte esta charla, singularmente a ti, sin ofrecerte un buen empleo. Me lo ha pedido Ikasbidea. Me lo ha pedido Javier Tobías. Juan, por favor, me han dicho, tú que puedes, tú que eres profesor universitario, poeta, ofrécele, al final de la charla, un empleo. Y yo, claro, poeta, poeta claro, cumplo. Ahí va, singularmente para ti:
Discreta.
Asustadamente. El periódico lo publicaba. El anuncio. La oferta. De estrellas.
Contador de estrellas. Se necesita contador de estrellas. Y una dirección:
Solomar, novecientos, ático derroche. Con discreción. Con miedo. Acudí. Me
atendieron. Solícitos. De noche, claro. Hay que contarlas de noche. A cada
contador se le adjudica una parcela de negro, de cielo negro, de cielo noche. Y
cuenta. Estrellas. Todas las que pueda de entre el sarampión estelar de su
parcela. No hay retribución. El sueldo de cada contable es el formidable. El
propio infinito de su cómputo. Asustado. Discreto.
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