I JORNADAS UNIVERSITARIAS DE INVESTIGACIÓN TEATRAL
Peter Handke (Fotografía Wikipedia, CC)
El único normal
entre
mil, mientras que,
a
primera vista, los
otros
novecientos
noventa y nueve acabarían al final
mostrándose como
locos de remate
(P.H.)
Señoras y señores, buenos días.
Peter Handke es un hombre extraordinario. Extraordinario. Stricto sensu. Aceptó el Premio Nobel de Literatura del año 2019 entre la sorpresa y - ¡cómo no! - la contradicción. Su propia constante contradicción. Siempre había sido muy crítico con esos galardones porque rodean de una suerte de santidad académicolaica a sus poseedores; y porque Handke es irreconciliable con el Poder. El once de noviembre de aquel año, en el Brindis del banquete en su honor, ante la estupefacción de los Reyes de Suecia y de decenas de gerifaltes de hogaño, nuestro incorruptible laureado saludó a los Gansos Salvajes de Nils Holgerssons para culminar con un beatlesiano “Strawberry Fields for ever”.
"Cuando se habla sobre él, digo, es costumbre oír calificativos del tipo huraño, misántropo, narcisista… Pero Peter Handke no es huraño, es insoportablemente independiente; no es misántropo, es fanáticamente filántropo; no es narcisista, es hospitalariamente generoso de sí mismo. Peter Handke, con sus errores todos y sus muchas miserias -levante la mano quien esté libre de pecado-, es hombre controvertido, intelectual polemista, lector libropésico, poeta, dramaturgo, novelista, ensayista, traductor, guionista y director de cine"
Peter Handke es un hombre extraordinario. Cuatro días antes, el siete de diciembre, había leído ante otra atónita, ilustre multitud, su Discurso de Aceptación del Nobel. Un discurso atípico e irredento temerosamente esperado. Un dislocado discurso que contenía buena parte, todo el arte de sus convicciones. Un discurso que reivindica su compromiso (“involúcrate”, “mantente alerta”, “arrostra desafíos”, “sé vulnerable”, “hay peligro; a través de mí habla el espíritu de una nueva era”, “nuestros hombros existen para el cielo”, “¿quién te obliga a estrellarte y abrasarte?”, “haz correr el susurro”, “transforma tus inexplicables suspiros en poderosas canciones”); un discurso en radical romántico (“permítete perder”, “siempre mantente distante del poder”, “profundamente bebemos de la amargura: los gritos de terror continuarán para siempre”); un discurso de soledad (“yo siempre fui único oyente”, “mis libros: mis expediciones solitarias”); un discurso en profundo humanista (“Yo puede ser la cosa más débil y efímera de la tierra y al mismo tiempo la más completa que llegue a desarmarte”, “la casa de la fuerza está en el rostro del otro”, “eres bello: la belleza que creamos los humanos es lo que nos sacude hasta la médula”); un discurso, en fin, poesía (“Puedes humillarte para mostrar respeto por una flor. Se puede hablar con un pájaro en una rama”, “Describe el horizonte, no sea que lo bello se disuelva en la nada de nuevo”).
Peter Handke es un hombre extraordinario. Como otros hombres extraordinarios - ¡tan pocos! - es un elegido. Se sabe elegido. “Algo bello /…/ aquella luz especial, concentrada en esencia, me tocó”, escribe en alguna de sus páginas.
Peter Handke es un hombre extraordinario. Extraordinario. Stricto sensu. Cuando se habla sobre él -se habla y se cotillea mucho sobre él; debiera leérsele-; cuando se habla sobre él, digo, es costumbre oír calificativos del tipo huraño, misántropo, narcisista… Pero Peter Handke no es huraño, es insoportablemente independiente; no es misántropo, es fanáticamente filántropo; no es narcisista, es hospitalariamente generoso de sí mismo. Peter Handke, con sus errores todos y sus muchas miserias -levante la mano quien esté libre de pecado-, es hombre controvertido, intelectual polemista, lector libropésico, poeta, dramaturgo, novelista, ensayista, traductor, guionista y director de cine. Y siempre y en toda circunstancia se exhibe sabiamente inconformista y cultísimamente contracultural. Tras su falsa hosquedad y su pretendido egoísmo se asoma su -permítanme- barojiana independencia intelectual, su librepensamiento, su incapacidad de autocensura, su osadía de no callar opiniones urticantes. Añádase a todo esto su concepción inclemente de la existencia -hija de su lucidez casi lorquiana- y, entonces, se comprenderá el porqué de la aspereza última de su lija literaria. “Me gustaría tanto escribir cosas más agradables, pero no las hay”, ha declarado alguna vez.
"Peter Handke cree aún, felizmente, en la utopía. Con pertinacia denuncia el sistema de poder, el “sistema amenazante” y omnipresente al que hay que pedir permiso hasta para escalar. Con pertinacia denuncia la hipocresía de las democracias occidentales; el antihumanismo de las sociedades industriales, el consumismo, la destrucción de la naturaleza (la del planeta y la del hombre). Con pertinacia denuncia la enajenación que conllevan las redes sociales, su simplismo, el calvario al que someten a la prosa. Con pertinacia denuncia el nacionalismo"
Peter Handke es un hombre
extraordinario. Como poeta y dramaturgo, por serlo, para serlo, su vida ha
sabido de violencias y penas. So capa de dureza se agazapa un ser
hipersensible, conmovido por lo espiritual[1]. Un ser contrapoder que
repudia las convenciones sociales, morales y estéticas. Un ser que no sólo
rehúye la fama, sino que, en plena época mediática, despliega un absoluto
desinterés por su imagen e, incluso, por la simpatía. Por su simpatía. Sólo
alguien extraordinario resulta capaz de, siendo, en efecto, antipático,
resolverse en empático. Aquéllos a quienes se deja conocer caen rendidos de
respeto y afecto. Handke es hombre que se resigna a la soledad. Hombre solo y
solitario. Hombre de soledad inconveniente, perturbadora; por decirlo en
español: hombre de soledad sonora, de soledad que supera con la escritura.
Hombre contemplativo y escribiente. No en vano uno de sus textos más
representativos es su Ensayo sobre el lugar silencioso, un fascinante
elogio del retiro y la meditación. ¡Ah, por cierto!: el lugar silencioso no es
otro que el cuarto de baño…
Peter Handke es un humanista extraordinario. “No hay nada, realmente nada, como el rostro humano”, escribe. Conocedor -y sufridor- de la condición humana. Un existencialista -adiestrado y diestro en el existencialismo- desolado por la incomunicación, agobiado por la inefabilidad. Y, en consecuencia, un exigente del lenguaje, un pensador de la palabra. Fuera de la soledad fecunda, fuera de los lugares silenciosos acecha la mudez, la afasia, el mutismo aburrido y esterilizante; dentro de la soledad fecunda, dentro de los lugares silenciosos vuelve el habla, la fuente fresca de los vocablos, las palabras nuevas, su alivio, las lenguas de fuego, el orar de profundis, el regreso al otro.
En La tarde de un escritor Handke insiste en su reivindicación del escribir. En este libro en el que el escritor pierde el habla. O tal vez no… En este libro pleno de contradicciones explícitas Handke se muestra “conmovido por las palabras”, dispuesto a “asediar el papel” pero, también, enfermo de “miedo a escribir”. En este libro experimental -como todos los suyos- ser escritor es jugar, es ensayar con el lenguaje, comprometerse con el lenguaje:
La cuestión no era: ‘Yo en tanto que escritor’, sino más bien: ‘El escritor en tanto que yo’. ¿Acaso no era verdad que desde aquella época en que creyó haber traspasado, sin querer, las fronteras del lenguaje, y no poder regresar jamás, usaba seriamente el apelativo ‘escritor’ para dirigirse a sí mismo?
Handke
frecuentemente se expresa contra la literatura social -lo que le ha acarreado
no pocas críticas desde la sedicente izquierda política-; rechaza esa
literatura obviamente social porque la considera continuadora del lenguaje
racional. Lo verdaderamente revolucionario, lo verdaderamente comprometido es
el desmantelamiento del lenguaje convencional, su renovación radical. Recupera
así aquel anhelo de las vanguardias históricas: si la razón ha llevado al
hombre al callejón sin salida, si el lenguaje normativo ha llevado al hombre a
la incomunicación, el literato debe aventurarse en el irracionalismo, debe
tantear el aparente absurdo. El literato se debe a la ruptura.
Uno de los textos en los que Handke más incide en el eterno tema de la inefabilidad es Desgracia impeorable. Libro escrito en 1972 en prosa cruel, impávida -otra vez recordamos a Baroja…-, pocas semanas después del suicidio de su madre por sobredosis de narcóticos. Entre otras rosas -rosas negras-, el texto implica una dolorosa reflexión sobre los límites del lenguaje ante el dolor. Leemos cómo para decir la pena “no hay palabras”, cómo la pena “no se puede describir”; leemos cómo el escritor - ¡qué genialidad! - “necesita la sensación de que lo que está viviendo en aquel preciso momento es algo incomprensible e incomunicable”; leemos cómo “el lenguaje siempre llega demasiado tarde”. El escritor, por otra parte, perspicaz, subraya el riesgo de la literaturización cuando denuncia la posibilidad de convertirse “en una máquina de recordar y encontrar formulaciones adecuadas”; o cuando teme incurrir en “un ritual literario en el que una vida individual funciona solamente como pretexto”; o cuando teme “el hecho de que, sin dolor alguno, una persona desaparezca entre frases poéticas”.
"Se entiende también que su teatro sea pura iconoclasia, que su teatro sea una práctica ferozmente, sosegadamente antiteatral. La prosa de sus presuntas narraciones, los diálogos y monólogos y acotaciones de sus dramas, responden a un estilo poético, artesano, cardíaco; el deslumbrante idioma de Handke es su aportación, la carrerilla para el salto del muro de lo inefable. Lo inefable… Su literatura, su teatro son fundamentalmente introspectivos. Handke no es un escritor extravagante: Handke es hondamente, jondamente, intravagante, peregrino del interior"
Peter Handke es un hombre extraordinario. Hipercrítico con su contemporaneidad. Convencido de que la guerra posee una dimensión devastadora universal, nunca local, vive -sobrevive- obsesionado por la paz. Cree aún, felizmente, en la utopía: “Yo me siento /…/ como el último utopista”, dice. Con pertinacia denuncia el sistema de poder, el “sistema amenazante” y omnipresente al que hay que pedir permiso hasta para escalar. Con pertinacia denuncia la hipocresía de las democracias occidentales; el antihumanismo de las sociedades industriales, el consumismo, la destrucción de la naturaleza (la del planeta y la del hombre). Con pertinacia denuncia la enajenación que conllevan las redes sociales, su simplismo, el calvario al que someten a la prosa. Con pertinacia denuncia el nacionalismo; Handke es escritor errante, sin domicilio fijo, extraviado; Handke es escritor voluntariamente desarraigado, es decir, liberado: para él, desarraigarse, estar fuera de lugar es una opción ética; muchos de sus libros son libros del deambular de sus protagonistas. Convertido a la iglesia ortodoxa -en otro acto provocador y profundo- denuncia con pertinacia el ateísmo inconsistente, trivial, tonto.
Su consciencia de tanta mezquindad
le origina lo que llama “mi decepción fértil”. Esta decepción resultará fecunda
porque le impelerá, como ya sabemos, a leer y a escribir. Para Handke leer “lo
es todo”. Y escribir es “buscar”, es “una expedición”, es “un viaje nocturno
durante el cual las palabras, las frases y los párrafos producen luz”. En uno
de sus formidables chispazos alumbra: “mientras la pluma rascaba el papel, la
muerte parecía alejarse”.
Entendido todo esto, se entiende que Peter Handke sea un escritor extraordinario. Autor de libros inclasificables. Agenéricos. Multigenéricos, tal vez. Intensos continuadores de la vanguardia. Entendido todo esto, se entiende también que su teatro sea pura iconoclasia, que su teatro sea una práctica ferozmente, sosegadamente antiteatral. La prosa de sus presuntas narraciones, los diálogos y monólogos y acotaciones de sus dramas, responden a un estilo poético, artesano, cardíaco; el deslumbrante idioma de Handke es su aportación, la carrerilla para el salto del muro de lo inefable. Lo inefable… Algo de lo que Handke siempre quiere decir, algo de lo que siempre quiere penetrar, es el alma. “Mi problema es que soy una persona más bien orientada hacia dentro”, confiesa. Su literatura, su teatro, pues, son fundamentalmente introspectivos. Handke es un escritor extraordinario, sí; pero no extravagante: Handke es hondamente, jondamente, intravagante, peregrino del interior.
Su teatro ha de ser necesariamente antiteatro. Experimento. Investigación. Gaspar (1968) es, en verdad, una reflexión sobre el poder creador de la palabra, sobre el lenguaje como arma; es como si fuera la Carta de Lord Chandos al revés, su inversa; es teatro de aprendizaje, muy poético, cuyas acotaciones están plenas de valor literario. El pupilo quiere ser tutor (1969) es una obra teatral sin texto dramático: una inmensa acotación la constituye; esta acotación plantea elementos irrepresentables -la irrepresentabilidad teatral es tema muy caro a Handke-: dudas, preguntas, sugerencias, posibilidades…; nos enfrentamos a un texto ininteligible; ¿o no? El juego de las preguntas o El viaje al país sonoro (1989) es otro fascinante juguete artístico: ¿teatro surrealista, del absurdo, arrabaliano?; Alfaguara lo publica en su colección de Narrativa Internacional…
Insultos al público, estrenada en 1966, es su obra maestra; un larguísimo diálogo… sin interlocutor. El interlocutor es el público: un interlocutor impotente, mudo. Parece como si Handke invitara a distinguir entre el espectador real, de carne y hueso, el que paga su entrada, y el ‘espectatario’, el espectador interior a la representación, interior al texto dramático. Porque Handke, con esta genialidad que es Insultos al público, rompe definitivamente la frontera genérica. Al mismo tiempo que se trata de una obra, de un fascinante ejercicio teatral, se trata de una no menos fascinante reflexión sobre el teatro, es decir, de un ensayo sobre teatro. Se trata, pues, de metateatro
En fin, Peter Handke, ese hombre controvertido, iconoclasta y hondo -jondo-, es un dramaturgo extraordinario. El extraordinario dramaturgo que advierte, que nos advierte:
Todo
estaba previsto. Todo tenía un sentido. Incluso lo que parecía desprovisto de
sentido, lo tenía, porque en el teatro todo tiene un sentido. Todo lo que hemos
hecho aquí, tenía, realmente, un sentido. No hemos actuado por actuar, sino por
afán de realidad. Detrás de la actuación, era preciso descubrir una realidad
actuada. El Teatro era el tribunal. El Teatro era el circo. El Teatro era el
templo de la moralidad. El Teatro era el sueño. El Teatro era liturgia. El
Teatro era un espejo.
Muchas gracias.
[1] “A mí me conmueve lo espiritual”, dirá en algún momento.