El hotel, elegancia y aparato. La habitación, una buhardilla en ático. Por una vertiente, pues, me eleva al cielo; por otra, me aterra. Entre el derroche extravagante, las cortinas. El ventanal -transparencia y verano- enmarca caprichosamente la linterna de una iglesia que se remata en forjada, esforzada cruz. Las insólitas cortinas están tejidas en entramado, en haces de hilos que se cruzan resolviéndose en red. En esta elegante, aparatosa buhardilla que me allega al cielo y al infierno, me sobrecoge esa cruz -hierro y esfuerzo-, esa cruz entre visillos, esa cruz a mis ojos enredada, prisionera. Esa cruz.
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