miércoles, 26 de octubre de 2016

Don Quijote y Dostoievsky

No soy idiota si me doy cuenta 
de que la gente me cree idiota 


Conferencia del profesor de la Cruz, 
pronunciada en el marco de las Jornadas Cervantinas desarrolladas entre el 25 y 27 de octubre, en la Facultad de Letras de la UPV/EHU, con ocasión de los Actos de Conmemoración del Cuarto Centenario de la Muerte de Cervantes

Don Quijote frente a un molino
Cervantes y Dostoievsky coincidieron en su condición de condenados. Ambos -como tantos escritores de tantos siglos y tantas nacionalidades- sufrieron la privación de su libertad. Ambos anhelaron ésta. Ambos, experimentados en su carencia, la ansiaron sin límites. Ambos, alguna vez en sus vidas, firmaron absurdos contratos editoriales. Ambos fueron militares, hombres de armas; pero, por encima de todo, ambos fueron libropésicos, apasionados por la literatura, hombres de letras, vencidos por la palabra. Claro: ambos fueron vencedores de la palabra. Gracias a su fervor por la palabra Dostoievsky venció su ludopatía. Gracias a su fervor por la palabra Cervantes venció la inmortalidad.


Frente a los personajes planos, los héroes aproblemáticos de las novelas de caballerías, de las novelas pastoriles, de las novelas moriscas, de las novelas bizantinas, Miguel de Cervantes crea ese portento miserable, ese carácter escuálidamente humano, humano, demasiado humano, altamente y menesterosamente humano, ese personaje cuya raíz es el Problema, ese personaje antiheroico que es Don Quijote. Verdadero y auténtico. Verdadoso y moral. 



Por supuesto el genio cervantino creó otros personajes quijotescos, otros personajes locos o frágiles que emplearon las ejemplares páginas de la novela para abofetear con la verdad. Algo de quijotesco, por supuesto, se transparenta en el Licenciado Vidriera; y, por supuesto, muy quijotesca es Preciosa, la inspiradora Gitanilla, cuando se atreve:

Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiera.

Y es que condición quijotesca SINE QUA NON es la reivindicación radical, romántica, de la Libertad. Una Libertad que se ejercitará en innumerables ocasiones en el peligroso acto de no callar. 

Dostoievsky

Tengamos claro esto: Don Quijote -o cualquier personaje quijotesco- es aquél cuya locura, cuya fragilidad, cuyo ridículo es la mayor de las corduras; es aquel personaje que mucho más que estar loco finge estarlo porque aparentar ser un loco le permite ser moral, ser crítico, ser bueno, ser libre. Que estas cuatro cosas son, quijotescamente, una y la misma. En el Capítulo I de la Primera Parte se cuenta una escena doblemente genial: genial por lo contado y genial por la escritura de lo contado. Para ser caballero andante Don Quijote necesita armas. Así, recupera unas de sus bisabuelos, oxidadas y mohosas:

Limpiólas y aderezólas  lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Una de las obras
más reconocidas
del escritor ruso

Repárese en la fascinación de la cómica inteligencia: Sin querer hacer nueva experiencia della. Don Quijote considera su rudimentaria, débil celada, como el no va más de las celadas sin querer hacer nueva experiencia della, sin comprobarla otra vez, sin someterla al furor de su espada. Porque, claro, Don Quijote sabe -sabe- que otra vez y siempre la anemia de su reputada celada no lo resistiría. Don Quijote sabe. Lo sabe. Un loco no lo sabría. Sólo un loco fingido, un loco interesado, un cuerdo al que le interesa pasar -pasarse- por loco, lo sabe. Hasta el punto de que Don Quijote se atreve a declarar esta proclamación vertiginosa, escalofriante:


Yo sé quién soy, y sé qué puedo ser.[1]


Ser loco, pues, es útil. Porque ser caballero andante -y sólo ser caballero andante- le permite decir que


soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos.[2]


Ser loco es útil. Le es útil. Porque ser caballero andante -y sólo ser caballero andante- le permite decir esto:


Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno.[3]

Ser loco es útil porque ser loco -y sólo ser loco- consiente ser bueno. Reparen en lo que estoy diciendo. Reparen en lo que Cervantes les está diciendo. Sólo se puede ser bueno pretendiéndose loco. Ser bueno. Hecho que entraña, además, la consciencia -Don Quijote es un loco consciente, insisto- del peligro de ser bueno. El hombre bueno sabe del peligro de serlo. Don Quijote sabe que sufrirá trabajos, prisiones y encantamientos por ser virtuoso, por ser un loco virtuoso:


Donde quiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida.[4]

Ser Don Quijote, ser quijotesco, es ser, a fuer de loco, bueno; y a fuer de bueno, valiente. Locura fingida, bondad y valentía. He aquí la vertiginosa y acuciante tríada de valores que proclama y reclama el fortísimo, el fragilísimo Caballero de la Triste Figura. 


Don Quijote, emblema de
La Mancha, y de España

Repárese también en que ser Don Quijote, ser quijotesco, requiere decir. Decirlo. Don Quijote dice que es comedido y liberal y biencriado. Don Quijote dice sus intenciones virtuosas. Don Quijote dice que los molinos son gigantes. Don Quijote dice que Aldonza es Dulcinea. Al decir, Don Quijote convierte. Para Don Quijote el lenguaje posee poder. Poder fáctico. Creador. Divino. El lenguaje hace realidad lo que Don Quijote sabe que no lo es. Si no lo dice, no es. Y, al contrario, maravilla de las maravillas, superación definitiva por medio de la palabra, si Don Quijote lo dice, entonces, y sólo entonces, es. Ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer -creer- en la energía de la palabra. Y puesto que ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer en la bondad, querer ser en la bondad, ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer en la bondad de la palabra. En la fuerza benigna de la palabra. Por eso Don Quijote pronuncia la frase de las frases, la sentencia que le resume y substancia la inefable dificultad de su misión prodigiosa:


Yo imagino que todo lo que digo es así.[5]
  

Dostoievsky es uno de los magnos humanistas rusos, europeos, universales. Un escritor lúcido y herido que compromete su literatura en una penetración profunda de la realidad a través de la Belleza. Dostoievsky, claro, como Cervantes, está herido por su lucidez. En sus escalofriantes Memorias del subsuelo se manifiesta explícitamente:


Una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad, una verdadera enfermedad.

El desquiciante protagonista de estas Memorias se reconoce “enfermo”, “malo”. Se trata de un protagonista cínico y egoísta, el anti-príncipe Myshkin, en este sentido; pero, sin embargo, como él, como Myshkin, este protagonista puede ser, gracias a su rareza, hipercrítico. Como Don Quijote. Y, como Don Quijote, es otro antihéroe. Lo escribe así Dostoievsky:


En toda novela hay que presentar a un héroe, y aquí se hallan expresamente reunidos todos los rasgos de un antihéroe.


Precisamente ser un enfermo, ser un raro, ser un antihéroe le permite al tremendo personaje su sinceridad sin límites, su quijotesca franqueza. Franqueza imparable que le lleva a descalificar sin tasa la naturaleza del hombre: “Su defecto mayor es su constante inmoralidad”. No más. No menos.


Grabado de El Quijote de
 Gustavo Doré (siglo XIX)

Quizá, tras el Quijote, la otra novela de la Historia Universal de la Literatura es Crimen y castigo. Otra sobrecogedora prueba más de cómo Dostoievsky supo desnudar, porque la conocía a fondo, esa naturaleza del hombre de la que estamos hablando. Humana naturaleza que es, claro -Cervantes, Dostoievsky, Lorca-, pena. La pena. No más que pena. Así, leemos en la novela de Raskolnikov:


Los hombres verdaderamente grandes han de experimentar en este mundo una pena inmensa.

Compañero de esta pena honda y panhumana, de esta negra pena irredimible que nos ensucia a todos es, por supuesto, Don Quijote de La Mancha. 



A nosotros nos interesan, en este momento, Don Quijote y los personajes quijotescos que, so capa de locos, de falsos locos, aprovechan el frenesí de su delirio para poder decir verdad. Resulta, pues, fascinante, que en Los hermanos Karamazov el Stárets Zosima denuncie al otro tipo de mentiroso, al mentiroso mentiroso, al mentiroso auténtico que miente a conciencia e, incluso, de tanto mentir, no es consciente ya de que lo hace. A nosotros este engañador mendaz y bolero no nos interesa; nosotros, como Cervantes, como Dostoievsky, despreciamos a este ser inmoral:


El que se miente a sí y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en su fuero interno ni a su alrededor, pues deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los otros.


Nos interesan esos otros personajes, los personajes que inventan una ficción, que se inventan una ficción para, desde ella, desde el parapeto de su propia fábula, de su fábula autocreada pero no del todo creída, espetar la verdad. Tal vez, en este sentido, el personaje dostoievskiano más eminentemente quijotesco sea el Príncipe Myshkin, agonista rotundo de El idiota. La lectura juvenil y veraniega, desgarradora y quemante -y perpleja- de esta novela perfecta, que me maduraba mientras mis hermanos se permanecían en su irreductible adolescencia playera, es una de esas experiencias éticas y estéticas que uno no quiere olvidar. No quiere.


Dostoievsky fue un admirador
 confeso de la obra de Cervantes

Si Don Quijote considera su rudimentaria, débil celada, como el no va más de las celadas sin querer hacer nueva experiencia della, sin comprobarla otra vez, sin someterla al furor de su espada, porque, claro, Don Quijote sabe -sabe- que otra vez y siempre la anemia de su reputada celada no lo resistiría; así, del mismo modo agudo y consciente, el Príncipe Myshkin suelta a bocajarro:


¿Cómo voy a ser idiota, cuando me doy cuenta de que la gente me cree un idiota?

El Príncipe se da cuenta. Sabe. El Príncipe se da cuenta. Por supuesto que no es un idiota. El idiota no es idiota. Ahí estriba la clave. Quijotesca. La clave quijotesca. El idiota pretende serlo. Lo finge. Juega a la mentecatez. A la necedad mema. Actuar como un idiota, como un loco, como un pseudocaballero andante decimonónico y ruso, precipitarse en radical ridículo, le permite ser quijotescamente sublime. Le permite clavar la verdad. Clavar la verdad incómoda. Picar con el aguijón de su palabra desazonadora y cierta. Desasosegar. 



En uno de esos -pocos- momentos altos, excelsos, de la novela de todos los tiempos; en uno de esos -pocos- pasajes novelescos en los que la narración logra elevarse a poesía, el Príncipe Myshkin azuza versos gigantes como éstos, ataca versos-molinos de este calibre:


Es mejor que hable /…/ Yo siempre tengo miedo a que la palabra, mi pobre palabra y mi aspecto ridículo traicionen mi pensamiento /…/ Mis ademanes no tienen belleza ni mis gestos equilibrio. Cuanto hago mueve a risa /…/ Sé que a mí, lo que me cumple es quedarme quieto, callado /…/ Pero ahora es mejor que hable.

Y entonces Myshkin, el Príncipe Myshkin, ridículo y bueno, ridículo y humilde, humilde por bueno, el pobre idiota, el magnífico idiota que no es idiota, que sabe que no es idiota, pronuncia la frase crística por excelencia, quijotesca por antonomasia, el verso punzante e inteligente, la lección breve que sintetiza la pureza de su honestidad, el grito pleno de su honrada belleza, la exigencia de que el poder, la autoridad, se entienda como diaconía:


Seamos capaces de servir y así nos convertiremos en superiores.

Don Quijote no lo hubiera dicho mejor.




[1] Capítulo V, Primera Parte.
[2] Capítulo I, Primera Parte.
[3] Capítulo XXXII, Segunda Parte.
[4] Capítulo II, Segunda Parte.
[5] Capítulo XXV, Primera Parte.

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