Es la noche. Ella y yo. Y la isla. El mar no se ve. El mar y la tierra se presienten. Ella y yo paseamos por el litoral. Ella y yo somos todo compañía. Aislados. Litoralizados. Nuestras palabras se han agarrado de las manos. El amor se pasea por el litoral. La isla presentida. Es la noche.
De repente, al amor de nuestro amor, se convoca la luna. Primero, un resplandor se anuncia en lo que debe ser el horizonte. El horizonte tampoco se ve. El resplandor lo intuye. Después, como una flecha de fuego, se asoma quemando un arco de luna. Es la noche. El mar y la isla empiezan a entreverse. Ella y yo paseamos el prodigio. La luna se sube y se ennaranja. Redonda. Flotante. Rumbosa. Rampante.
La noche se abrasa. La isla se hace luz manifiesta. El mar y la tierra luminosamente se ostentan. Todo se ve. También el amor es evidente. Ella y yo, agarrados de nuestras palabras, paseamos por el litoral llameante. Ella y yo. Lunamente.
En el barco todos vamos sonrientes. Navegamos desde una isla. Hasta otra. Hasta otra isla. Como si navegáramos la travesía de la vida. Todos estamos exultantes. En el barco. El sol nos broncea. Mientras navegamos, inconscientemente, el sol nos quema. El mar bambolea el barco. Los pasajeros, inocentemente felices, jalean cada bravío vaivén. El mar nos lleva. Nos aturde. Nos marea.
En el barco todos navegamos contentísimos. Un adolescente militarmente rubio se apoya en el hombro de su madre. Su madre entiende de inmediato. Los dedos maternales se resuelven pronto en cuidados. Se demoran en la cabellera. Juegan en la nuca del hijo. Hacen de la espalda del chiquillo un blando tambor.
Todos en el barco les miramos. Todos bronceados. Zarandeados. Inconscientemente miramos cómo el amor navega, quemándose entre vaivenes, desde una isla hasta otra isla.
El hotel está lleno. Se hospeda una abigarrada galería de extranjeros. La pareja que ha adoptado a la niña que vive en su sillita de ruedas. La esposa que acerca, todos los días, las viandas del bufete a su marido ciego. La mamá escandinavamente alta que trata con ternura al adolescente fiero. Hay una abuela que, también cada día, se ríe con sus dos nietos chamuscados, obviamente sobrevivientes de un incendio. Una pareja muy joven alardea de su amor primero. Un hermano interminable y flacucho lleva de la mano, rescatado, al llorica pequeño...
El hotel está lleno. Una abigarrada galería de extranjeros. Pero, pienso, aunque no entienda sus idiomas, aunque sus tipos sean tan diversos, en verdad no me resultan extraños. Todos quieren. Todos saben querer. Todos son iguales en eso.
El hotel está lleno. Hombres y mujeres y niños y enfermos. Pienso. Pienso que, para mí, sólo el que no ama, el que no sabe amar, ése es mi extranjero.
Sentado esta mañana en una terraza del paseo marítimo se ha producido un curioso efecto óptico. Se me ha producido. Yo observaba. Como poeta, como hombre, me encanta observar. Lo necesito. Observaba el pretil. Era un murete bajo. De piedra volcánica mampuesta. De repente el pretil se interrumpía. Probablemente para dar acceso a la playa. La interrupción formaba como un cuadro. Como un cuadrángulo que enmarcaba la arena, primero; el mar, después; y, finalmente, el cielo. Lo sorprendente era que entre el agua ondulante y el espacio aéreo no se perfilaba el horizonte. No sé por qué curioso efecto óptico no se dibujaba la línea del horizonte. Sin solución de continuidad mar y cielo en un infinito perfecto. Súbitamente has irrumpido. No sé de dónde, has penetrado en el cuadro perfecto, infinito, haciéndolo, claro, aún más bello. Y, lo he comprendido, eras el horizonte que faltaba. No un horizonte horizontal. Tu interminable vertical de belleza plena ha perfilado, ha dibujado la línea que une el infinito mar y el infinito cielo. Hacia arriba.
Esta mañana se ha producido, se me ha producido un curioso afecto óptimo.