sábado, 19 de noviembre de 2016

La italianidad imposible: también Alberto Sordi

Ponencia presentada por el profesor Juan L. de la Cruz Ramos, del Departamento de Filología Hispánica de la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) en el Congreso de Italianismo que se ha celebrado los días 17 y 18 de noviembre 
en la Facultad de Letras de Vitoria-Gasteiz. 


El hecho de que un hispanista haya sido invitado a un Congreso italianista dice mucho, y bueno, de sus organizadores. El hecho de que un hispanista haya sido invitado no sólo a leer esta modesta comunicación sino a formar parte del Comité Directivo de dicho Congreso italianista dice mucho, y alto, del talante superior y alzado de sus organizadores. El hecho de que este hispanista que les habla fuera requerido con impecable insistencia por la profesora Loreta de Stasio, ilustre italianista, para participar en este Congreso que organiza y dirige fue para mí un honor inmerecido y, desde luego, nunca pagable. Honor inmerecido tanto más cuanto me consta que la profesora Loreta de Stasio sabe de mi radical humanismo. Humanismo que me aleja de las etiquetas que tratan de enconsertar al hombre. Adjetivándolo. Humanismo que me confirma en la certeza del absoluto del hombre. Humanismo que me confirma en mi convicción de la integridad del ser humano como tal por encima de accidentes nacionales, raciales, políticos, religiosos o de cualesquiera otra artificial naturaleza. 

Nacido en San Sebastián a principios de la década de los sesenta la perversidad de la vida me hizo capricho paciente de una trágica sucesión de fenómenos del devenir histórico. El nacionalismo español del franquismo, primero; y el asfixiante nacionalismo vasco, después. Ambos pretendieron, sin éxito, asesinar mi ingénito humanismo revalidado por una inteligencia pensante e independiente. Inteligencia dependiente, eso sí, de la más disolvente e inerme de las potencias: la bondad. La palabra buena. El ejercicio constante e incansable de la lectura y el palpitar desafiante de un corazón rebelde triunfaron sobre lo superfluo y me ratificaron la infinita grandeza de la pequeñez miserable de la condición humana. La infinita grandeza de la pequeñez miserable de cualquier hombre. 

Convencido como estoy de que existen los españoles, pero no la españolidad. Convencido como estoy de que existen los vascos, pero no la vasquidad. Comprenderán ustedes mi honda exactitud al afirmar sin titubeos que existen los italianos pero no, de ninguna oscura maniera, la italianidad. La imposible italianidad. Existen decenas de millones de italianos. Claro. Uno y otro y otro y otro y otro. Cada quien irresignable, gozosamente único. Pero no existe ninguna esencia italianista tipificadora, igualatoria ni reduccionista. Ni, mucho menos, ninguna esencia italianista mitificable. Peligrosísimamente mixtificable. Quiero -quiero- remachar algo bien sabido por todo bien nacido: la identidad es quebradero muy complejo. Puro enredo. Singularidad inextricable. La pregunta. El enigma. El vértigo metafísico. Absurdamente irreductible a una absurda cédula de nacionalidad. 

Así pues resulta fascinante haber sido impecablemente invitado a este Congreso. Resulta fascinante la paradoja de estar interviniendo en un Congreso sobre una inexistencia. Un Congreso sobre la italianidad de la que el ponente es consciente de su inconsistencia. Sólo en España y en Italia puede acontecer tal cosa. Tal no cosa. 

Cuando yo era el profesor Lázaro Valbuena, antes de que me mataran, decía así a mis alumnos:

Quienes anteponen lo nacional, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, a lo social y a lo ético, son siempre sospechosos. Tienen algo que ocultar. Una viejísima y eficaz fórmula de control. Lo nacional es por definición particular y excluyente. Todo nacionalismo abre un pavoroso abismo de pronombres. Nosotros. Ellos. Cualquier nacionalismo es creador de otros, del otro. Y enemigo, por ende, de lo humano, de la humanidad. El nacionalismo es la necesidad de crear adversarios. Es lo opuesto a la amistad. Al amor. El nacionalista no es un humanista. No ama al hombre. Lo discrimina. Lo categoriza. Lo adjetiva. Establece grados de humanidad. El otro es diferente a mí. Vale menos que yo. Es peor. No es un hombre. Es un perro. ¿Por qué no apalear a un perro sarnoso? ¿Por qué no matarlo? En nombre de una identidad enfermizamente inflamada. Siempre falsa. Toda nación es una falacia. Cuanto más grande es la nación, mayor es su mentira. No hay más identidad que la humana. Pensad en lo que os digo. No hay más patria que el hombre.

Establecido así el fundamento irrenunciable de mi intervención puedo construir, sin miedo a ser malinterpretado, el hospitalario edificio que los italianos habitan en la cosmovisión hispana. Ser italiano en España es un ser entre amable y filoso. Ser italiano en España responde a una facilona, simpática y cruel retahíla de estereotipos que conforman una irisada -y hueca- pompa de jabón. La metáfora de la torre de Pisa, siempre cayendo, la belleza de esa caída geométrica perfecta que se permanece, declinante y altiva. La metáfora de la Venecia que se hunde inexorablemente y, arrogante, flota obstinada la simpar hermosura decadente de la covachuela de sus palacios. La verticalidad de los Duomos vacíos de dioses que devanan mármol al cielo. El calor familiar y entrañable del catolicismo pagano y falso. Los brazos abiertos de la plaza de Bernini que cierran el Vaticano al acogimiento de la pobreza. La bondad dentífrica de los Papas. La nariz de pinocho que se yergue en sospecha de falo. La sonrisa oficial de La Mona Lisa, en verdad, en verdad, nunca comprobada. El negocio multitudinario de la Fontana de Trevi, que sólo asegura el regreso pagando. La posibilidad de Volare sólo si se gana el Festival de San Remo y el trovatore se llama, qué nombrecito, Domenico Modugno. El marrón escatológico y diarreico de la Nutella tentadora. La tentación incitante de la promesa pectoral de la Loren y la Lollobrigida. El cine irrepetible de tanto genio acabado en -i latina: Bertolucci, Fellini, Pasolini, Visconti. La mentira de la patria resuelta en la música eterna de Verdi. La música universal resuelta en la voz prodigiosa de Caruso o Pavarotti. La injusticia social del teatro a la italiana. La hondura trivial de la Comedia del Arte. El viaje desde los Apeninos hasta los Andes del Marco de Edmundo de Amicis buscando a una madre que no merece ser buscada. La patraña de la Mamma, que tanta inseguridad entraña. La efervescencia lúbrica de las mujeres y las infinitas capacidades amatorias de los machos. La exquisitez de la moda, idónea para Principessas sin Principados y para Latin Lovers que pilotan un Ferrari. Rojo, por supuesto. 

El actor Alberto Sordi
Ser italiano en España responde a una facilona, simpática y cruel retahíla de estereotipos que conforman una irisada -y hueca- pompa de jabón. Italia en España es el macarrón, son los macarrones y, sobre todo, la reyezuela de la gastronomía, la pizza, esa caricatura del magno bocadillo ibérico. Italia en España es el ramplón catenaccio futbolero y la pelusa de apellidos legendarios, tipo Maradona. Italia en España -país de holgazanes ocupados, gandules nobiliarios y perdularios cucañeros- es el vago ideal de la dolce vita y el supremo ideal del vago: el dolce far niente. Italia en España es cierta permisividad con el Fascismo, entendido como mucho menos malo que el Franquismo o el Nazismo, suavizado por sus veleidades futuristas. Italia en España es cierta permisividad con la Mafia, la Cosa Nostra, la Ndrangheta, quizá porque su maldad cierta se ha diluido en míticos filmes pero también en ínfimas películas violentas de serie B. Italia en España es una infinita Nápoles sureña con calles atestadas de ropa tendida, palabrotas y motorinos. 

Y, sin embargo, yo, humanista, hispanista, humanista hispanista que niega la italianidad porque tal cosa no existe, reconozco que los grandes artistas italianos han formado parte mollar de mi conocimiento, de mi área de confort de la Belleza. Porque esos grandes artistas italianos, claro, por ser tan grandes, ejercían de artistas mucho más que de italianos. Sólo voy a desplegar algunos ejemplos.

Belleza. Belleza absoluta crea Dante cuando en el Canto XIX del Infierno canta:

…yo nunca me aparto
de quien a mi silencio voz procura

Belleza. Belleza absoluta crea Petrarca cuando en la Canción CXXX canta:

Para el llanto nací y en llanto vivo,
y alimento mi pecho con suspiros;
mas no me quejo, porque en tal estado
es dulce el llanto más de lo creído

El gran Pavarotti
Belleza. Belleza absoluta crea Miguel Ángel cuando esculpe La Piedad. Cuando Miguel Ángel esculpe a la madre del Cristo la esculpe hermosamente, inverosímilmente joven. Una jovencísima madre indecible en su preciosidad porque cuida -y sólo cuida- al hijo frágil, ya muerto. De mármol blando y maternal, cuida. Trabaja de madre. Por eso se permanece en sublimación de juventud como sólo una madre sabe demorarse. Enamoradamente. Porque el amor embellece y retiene. Detiene. El tiempo detiene.

Belleza. Belleza absoluta. Belleza sabia -perdón por la redundancia- crea Italo Calvino cuando reflexiona sobre la escritura en El caballero inexistente:

Ponerse a escribir con ahínco no evita que llegue una hora en que la pluma sólo rasca polvorienta tinta, y no discurre ya ni una gota de vida, y la vida está toda fuera, fuera de la ventana, fuera de ti, y te parece que nunca más podrás refugiarte en la página que escribes, abrir otro mundo, dar el salto.

/…/

No está dicho que se salve el alma escribiendo. Escribes, escribes, y tu alma está ya perdida.


Belleza. Belleza absoluta. Belleza desoladoramente extraída de la absoluta fealdad crea Primo Levi. En La tregua recuerda a Hurbinek. Que

no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había interpretado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando. Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas…

/…/ 
Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías.


Belleza. Belleza absoluta. Belleza grotesca. Película: I Due Nemici. Título traducido con brillantez al español como Su Mejor Enemigo. Segunda Guerra Mundial. Etiopía. O, mejor, Abisinia, 1941. Absurdo enfrentamiento militar entre David Niven, el irritante oficial gentleman, y Alberto Sordi, el capitán espantapájaros, el cómico, el ridículo soldado italiano que hace las cosas a la italiana. En un momento dado, en una secuencia ilimitada, ecuménica, afronteriza -ni italiana ni inglesa-, en una secuencia pura, puramente humanista, los dos enemigos que no son enemigos, que no quieren serlo, que reniegan de su recíproca alteridad, se dicen, se cantan estos versos elementales:


-Mi esposa me dijo que no le importaba que no fuera un héroe. Pero que volviera a casa.
-Procure usted complacer a su mujer.


La italianidad no existe. La imposible italianidad. Existen decenas de millones de italianos. Claro. Uno y otro y otro y otro y otro. Cada quien irresignable, gozosamente único. Pero no existe ninguna esencia italianista tipificadora, igualatoria ni reduccionista. Ni, mucho menos, ninguna esencia italianista mitificable. Peligrosísimamente mixtificable. Existen Dante y Petrarca y Miguel Ángel e Italo Calvino y Primo Levi y Alberto Sordi. Italianos. Sí. Pero radicalmente hombres. Hombres sin adjetivos. Sin gentilicios. Hombres que, cuando creaban, ejercían sólo como sólo hombres. Hombres que crearon como sólo hombres, desde su bendita condición de sólo hombres, la Belleza absoluta. La Belleza universal.

miércoles, 26 de octubre de 2016

Don Quijote y Dostoievsky

No soy idiota si me doy cuenta 
de que la gente me cree idiota 


Conferencia del profesor de la Cruz, 
pronunciada en el marco de las Jornadas Cervantinas desarrolladas entre el 25 y 27 de octubre, en la Facultad de Letras de la UPV/EHU, con ocasión de los Actos de Conmemoración del Cuarto Centenario de la Muerte de Cervantes

Don Quijote frente a un molino
Cervantes y Dostoievsky coincidieron en su condición de condenados. Ambos -como tantos escritores de tantos siglos y tantas nacionalidades- sufrieron la privación de su libertad. Ambos anhelaron ésta. Ambos, experimentados en su carencia, la ansiaron sin límites. Ambos, alguna vez en sus vidas, firmaron absurdos contratos editoriales. Ambos fueron militares, hombres de armas; pero, por encima de todo, ambos fueron libropésicos, apasionados por la literatura, hombres de letras, vencidos por la palabra. Claro: ambos fueron vencedores de la palabra. Gracias a su fervor por la palabra Dostoievsky venció su ludopatía. Gracias a su fervor por la palabra Cervantes venció la inmortalidad.


Frente a los personajes planos, los héroes aproblemáticos de las novelas de caballerías, de las novelas pastoriles, de las novelas moriscas, de las novelas bizantinas, Miguel de Cervantes crea ese portento miserable, ese carácter escuálidamente humano, humano, demasiado humano, altamente y menesterosamente humano, ese personaje cuya raíz es el Problema, ese personaje antiheroico que es Don Quijote. Verdadero y auténtico. Verdadoso y moral. 



Por supuesto el genio cervantino creó otros personajes quijotescos, otros personajes locos o frágiles que emplearon las ejemplares páginas de la novela para abofetear con la verdad. Algo de quijotesco, por supuesto, se transparenta en el Licenciado Vidriera; y, por supuesto, muy quijotesca es Preciosa, la inspiradora Gitanilla, cuando se atreve:

Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiera.

Y es que condición quijotesca SINE QUA NON es la reivindicación radical, romántica, de la Libertad. Una Libertad que se ejercitará en innumerables ocasiones en el peligroso acto de no callar. 

Dostoievsky

Tengamos claro esto: Don Quijote -o cualquier personaje quijotesco- es aquél cuya locura, cuya fragilidad, cuyo ridículo es la mayor de las corduras; es aquel personaje que mucho más que estar loco finge estarlo porque aparentar ser un loco le permite ser moral, ser crítico, ser bueno, ser libre. Que estas cuatro cosas son, quijotescamente, una y la misma. En el Capítulo I de la Primera Parte se cuenta una escena doblemente genial: genial por lo contado y genial por la escritura de lo contado. Para ser caballero andante Don Quijote necesita armas. Así, recupera unas de sus bisabuelos, oxidadas y mohosas:

Limpiólas y aderezólas  lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Una de las obras
más reconocidas
del escritor ruso

Repárese en la fascinación de la cómica inteligencia: Sin querer hacer nueva experiencia della. Don Quijote considera su rudimentaria, débil celada, como el no va más de las celadas sin querer hacer nueva experiencia della, sin comprobarla otra vez, sin someterla al furor de su espada. Porque, claro, Don Quijote sabe -sabe- que otra vez y siempre la anemia de su reputada celada no lo resistiría. Don Quijote sabe. Lo sabe. Un loco no lo sabría. Sólo un loco fingido, un loco interesado, un cuerdo al que le interesa pasar -pasarse- por loco, lo sabe. Hasta el punto de que Don Quijote se atreve a declarar esta proclamación vertiginosa, escalofriante:


Yo sé quién soy, y sé qué puedo ser.[1]


Ser loco, pues, es útil. Porque ser caballero andante -y sólo ser caballero andante- le permite decir que


soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos.[2]


Ser loco es útil. Le es útil. Porque ser caballero andante -y sólo ser caballero andante- le permite decir esto:


Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno.[3]

Ser loco es útil porque ser loco -y sólo ser loco- consiente ser bueno. Reparen en lo que estoy diciendo. Reparen en lo que Cervantes les está diciendo. Sólo se puede ser bueno pretendiéndose loco. Ser bueno. Hecho que entraña, además, la consciencia -Don Quijote es un loco consciente, insisto- del peligro de ser bueno. El hombre bueno sabe del peligro de serlo. Don Quijote sabe que sufrirá trabajos, prisiones y encantamientos por ser virtuoso, por ser un loco virtuoso:


Donde quiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida.[4]

Ser Don Quijote, ser quijotesco, es ser, a fuer de loco, bueno; y a fuer de bueno, valiente. Locura fingida, bondad y valentía. He aquí la vertiginosa y acuciante tríada de valores que proclama y reclama el fortísimo, el fragilísimo Caballero de la Triste Figura. 


Don Quijote, emblema de
La Mancha, y de España

Repárese también en que ser Don Quijote, ser quijotesco, requiere decir. Decirlo. Don Quijote dice que es comedido y liberal y biencriado. Don Quijote dice sus intenciones virtuosas. Don Quijote dice que los molinos son gigantes. Don Quijote dice que Aldonza es Dulcinea. Al decir, Don Quijote convierte. Para Don Quijote el lenguaje posee poder. Poder fáctico. Creador. Divino. El lenguaje hace realidad lo que Don Quijote sabe que no lo es. Si no lo dice, no es. Y, al contrario, maravilla de las maravillas, superación definitiva por medio de la palabra, si Don Quijote lo dice, entonces, y sólo entonces, es. Ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer -creer- en la energía de la palabra. Y puesto que ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer en la bondad, querer ser en la bondad, ser Don Quijote, ser quijotesco, es creer en la bondad de la palabra. En la fuerza benigna de la palabra. Por eso Don Quijote pronuncia la frase de las frases, la sentencia que le resume y substancia la inefable dificultad de su misión prodigiosa:


Yo imagino que todo lo que digo es así.[5]
  

Dostoievsky es uno de los magnos humanistas rusos, europeos, universales. Un escritor lúcido y herido que compromete su literatura en una penetración profunda de la realidad a través de la Belleza. Dostoievsky, claro, como Cervantes, está herido por su lucidez. En sus escalofriantes Memorias del subsuelo se manifiesta explícitamente:


Una conciencia demasiado lúcida es una enfermedad, una verdadera enfermedad.

El desquiciante protagonista de estas Memorias se reconoce “enfermo”, “malo”. Se trata de un protagonista cínico y egoísta, el anti-príncipe Myshkin, en este sentido; pero, sin embargo, como él, como Myshkin, este protagonista puede ser, gracias a su rareza, hipercrítico. Como Don Quijote. Y, como Don Quijote, es otro antihéroe. Lo escribe así Dostoievsky:


En toda novela hay que presentar a un héroe, y aquí se hallan expresamente reunidos todos los rasgos de un antihéroe.


Precisamente ser un enfermo, ser un raro, ser un antihéroe le permite al tremendo personaje su sinceridad sin límites, su quijotesca franqueza. Franqueza imparable que le lleva a descalificar sin tasa la naturaleza del hombre: “Su defecto mayor es su constante inmoralidad”. No más. No menos.


Grabado de El Quijote de
 Gustavo Doré (siglo XIX)

Quizá, tras el Quijote, la otra novela de la Historia Universal de la Literatura es Crimen y castigo. Otra sobrecogedora prueba más de cómo Dostoievsky supo desnudar, porque la conocía a fondo, esa naturaleza del hombre de la que estamos hablando. Humana naturaleza que es, claro -Cervantes, Dostoievsky, Lorca-, pena. La pena. No más que pena. Así, leemos en la novela de Raskolnikov:


Los hombres verdaderamente grandes han de experimentar en este mundo una pena inmensa.

Compañero de esta pena honda y panhumana, de esta negra pena irredimible que nos ensucia a todos es, por supuesto, Don Quijote de La Mancha. 



A nosotros nos interesan, en este momento, Don Quijote y los personajes quijotescos que, so capa de locos, de falsos locos, aprovechan el frenesí de su delirio para poder decir verdad. Resulta, pues, fascinante, que en Los hermanos Karamazov el Stárets Zosima denuncie al otro tipo de mentiroso, al mentiroso mentiroso, al mentiroso auténtico que miente a conciencia e, incluso, de tanto mentir, no es consciente ya de que lo hace. A nosotros este engañador mendaz y bolero no nos interesa; nosotros, como Cervantes, como Dostoievsky, despreciamos a este ser inmoral:


El que se miente a sí y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad ni en su fuero interno ni a su alrededor, pues deja de respetarse a sí mismo y de respetar a los otros.


Nos interesan esos otros personajes, los personajes que inventan una ficción, que se inventan una ficción para, desde ella, desde el parapeto de su propia fábula, de su fábula autocreada pero no del todo creída, espetar la verdad. Tal vez, en este sentido, el personaje dostoievskiano más eminentemente quijotesco sea el Príncipe Myshkin, agonista rotundo de El idiota. La lectura juvenil y veraniega, desgarradora y quemante -y perpleja- de esta novela perfecta, que me maduraba mientras mis hermanos se permanecían en su irreductible adolescencia playera, es una de esas experiencias éticas y estéticas que uno no quiere olvidar. No quiere.


Dostoievsky fue un admirador
 confeso de la obra de Cervantes

Si Don Quijote considera su rudimentaria, débil celada, como el no va más de las celadas sin querer hacer nueva experiencia della, sin comprobarla otra vez, sin someterla al furor de su espada, porque, claro, Don Quijote sabe -sabe- que otra vez y siempre la anemia de su reputada celada no lo resistiría; así, del mismo modo agudo y consciente, el Príncipe Myshkin suelta a bocajarro:


¿Cómo voy a ser idiota, cuando me doy cuenta de que la gente me cree un idiota?

El Príncipe se da cuenta. Sabe. El Príncipe se da cuenta. Por supuesto que no es un idiota. El idiota no es idiota. Ahí estriba la clave. Quijotesca. La clave quijotesca. El idiota pretende serlo. Lo finge. Juega a la mentecatez. A la necedad mema. Actuar como un idiota, como un loco, como un pseudocaballero andante decimonónico y ruso, precipitarse en radical ridículo, le permite ser quijotescamente sublime. Le permite clavar la verdad. Clavar la verdad incómoda. Picar con el aguijón de su palabra desazonadora y cierta. Desasosegar. 



En uno de esos -pocos- momentos altos, excelsos, de la novela de todos los tiempos; en uno de esos -pocos- pasajes novelescos en los que la narración logra elevarse a poesía, el Príncipe Myshkin azuza versos gigantes como éstos, ataca versos-molinos de este calibre:


Es mejor que hable /…/ Yo siempre tengo miedo a que la palabra, mi pobre palabra y mi aspecto ridículo traicionen mi pensamiento /…/ Mis ademanes no tienen belleza ni mis gestos equilibrio. Cuanto hago mueve a risa /…/ Sé que a mí, lo que me cumple es quedarme quieto, callado /…/ Pero ahora es mejor que hable.

Y entonces Myshkin, el Príncipe Myshkin, ridículo y bueno, ridículo y humilde, humilde por bueno, el pobre idiota, el magnífico idiota que no es idiota, que sabe que no es idiota, pronuncia la frase crística por excelencia, quijotesca por antonomasia, el verso punzante e inteligente, la lección breve que sintetiza la pureza de su honestidad, el grito pleno de su honrada belleza, la exigencia de que el poder, la autoridad, se entienda como diaconía:


Seamos capaces de servir y así nos convertiremos en superiores.

Don Quijote no lo hubiera dicho mejor.




[1] Capítulo V, Primera Parte.
[2] Capítulo I, Primera Parte.
[3] Capítulo XXXII, Segunda Parte.
[4] Capítulo II, Segunda Parte.
[5] Capítulo XXV, Primera Parte.

martes, 27 de septiembre de 2016

Una noche endrina

Cuántas noches cupieron en aquella noche endrina. Cuántas estrellas funerales. Aquella noche no fue negra. Que fue grana. Azulada. De un azul sucio. De un azul mancha. Aquella noche negra y grana. Opaca. Cuántas noches estuvo delirando aquella noche Manuel entre la cal de mis lágrimas. Se moría poco a poco. Apaleado. Mi pajarillo gigante. El cordero palanca capaz de levantar la tierra con la palabra. Se moría. Le daba agua. A poquitos. En miga de pan untada. Un poco de agua. Y besos a carretadas. Se moría pero aguantaba. Aún no era la hora. Aguantaba.

Fragmento novela "Según María".

jueves, 7 de julio de 2016

Lo postmoderno y la postmodernidad

Fragmento de mi intervención como miembro del Tribunal que juzgaba un Trabajo de Fin de Máster (TFM) el pasado 4 de julio de 2016.

Coincidiendo, como coincido, con Habermas en que se trata de una época fundamentalmente conservadora; y coincidiendo, como coincido, con Lyotard en la preponderancia que la sociedad postmoderna otorga al dinero; la caracterización de la Postmodernidad podría resolverse como sigue:

1- Desconfianza respecto a la Alta Cultura. Rechazo de las élites culturales. No reconocimiento de la autoridad intelectual. Desconfianza en la razón y en la ciencia, ambas, claves de la Modernidad. Al mismo tiempo que se reclama y se instala la hipertecnologización. Reivindicación de la cultura popular

2- Por una parte se cree que no hay pensamiento sin lenguaje; que, incluso, el lenguaje crea la realidad. Por otra parte: desconfianza respecto a los grandes relatos; descenso vertiginoso de la lectura de calidad; sobrevaloración de las nuevas tecnologías de la comunicación; sobrevaloración de los medios de comunicación de masas; surgimiento de una hiperinformación constantemente manipulada; consideración de los medios de comunicación de masas como nuevos transmisores de la Verdad (lo que no aparece en ellos no existe)

3- El contenido del mensaje carece de importancia. Se hipervalora la forma en que el mensaje es transmitido. Se privilegia lo formal sobre el contenido. Sólo importa la capacidad de convicción. Se prioriza la imagen sobre la ideología. La información se entiende como entretenimiento. Se confunde, muy a propósito, lo trivial con lo importante. Se prima la banalidad sobre el pensamiento crítico. Atracción por lo falsamente alternativo. Persecución del escándalo, del show

4- Rendición de culto al cuerpo. El gimnasio muy por encima de la Biblioteca. Preocupación por el músculo, no por el cerebro. Culto a la individualidad externa: inflación de la moda, de las modas. Búsqueda del placer físico inmediato. Trivialización de la sexualidad. Supuestamente, vivir a tope el presente. Desconocimiento vertiginoso de la historia. No pensar en el futuro. Se presume de esquivar el tema de la Muerte; se engaña a la vida como si la Muerte no existiera. Despreocupación por el interés y el bienestar comunes

5- Se apuesta, muchas veces desde el papanatismo, por el pluralismo, la diversidad, el relativismo, la multiculturalidad. Sacralización de estas palabras

6- Por el contrario, se sataniza valores como el esfuerzo personal y la disciplina. Se pretende el éxito personal rápido y sin ningún tipo de sacrificio

7- Supuesta preocupación por la ecología y el medioambiente -dos términos políticamente muy correctos-. Pero, al mismo tiempo y de forma irreconciliablemente contradictoria, predominio de la compulsión al consumo. El consumismo desaforado, la economía de consumo, como consecuencia inevitable de la imparable economía de producción. El sistema no satisface necesidades: las crea

8- Tras el optimismo de la Modernidad, la Postmodernidad es época de desencanto: desaparición de las utopías; desaparición de la lucha por las utopías; desaparición de los idealismos; desmitificación de la política y sus líderes; desideologización de la política; cuestionamiento de la autoridad, del poder público; cuestionamiento de las religiones históricas; auge de nuevas religiones, sectas, auge de la pseudomística, de los esoterismos,… Desprestigio de los grandes intelectuales carismáticos en beneficio de ídolos efímeros y estúpidos. Preocupación insustancial por los grandes desastres, el fin del mundo; apogeo del cine de catástrofes pleno de barrocos efectos especiales…

sábado, 4 de junio de 2016

Tirado en la cuneta de la guerra

Tirado en la cuneta de la guerra
se desangra a solas el herido.
Si amigo o enemigo haya sido
no sé. Ahora es poco más que tierra.

Amorosa, prensil, la muerte perra
se aferra vencedora al vencido.
La vida, pequeñuela, ha huido.
Sólo queda la boca, que se cierra.

Herido del suburbio de la historia,
herido olvidado y preterido,
herido decididamente muerto,

herido sin espacio y sin gloria,
tu boca inerte, tu labio caído,
tu silencio es lo único cierto.

De "Sonetos despacio"

martes, 17 de mayo de 2016

Mi querido cupido de porcelana

Entre el sinfín de bagatelas que despueblan mi casa, antes, emigrante de mí mismo, la ociosa vista se me ha ido a parar en ti, mi querido cupido de porcelana. Como un angelote cursi, tu figura obscena, ciega y sonrosada y rolliza, me ha recordado la gelatina de un sapo y un chabacano anuncio de neón. Un aviso de neón. Una advertencia de neón. En tu carcaj llevabas, como diminutas flechas, diminutas flechas de oro, ciego diosecillo, para hacer amar. Entre todas ellas, transportabas también una saetilla de plomo, mínima como un dardo, para hacer odiar. Mi miope idolillo, mensajero cegato, entre tanto oro, una puntilla de plomo para hacer odiar...

Charro flechero de porcelana, alcahuete topocho y nalgudo, mi obscena figurilla mamarracha, grotescamente sabia, tu disfraz no puede ocultar tu puntería, tu aterradora inteligencia. Blanco soy.

De "Cartas a mis cosas"

viernes, 1 de abril de 2016

Rex Tremendae

En verdad te digo, señor, que no hay nadie más vulnerable que un rey caído. Por eso yo, muerto, y todos los hombres buenos, muertos, seremos exquisitamente indulgentes contigo en ese vertiginoso momento. Apeado de tu majestad tremenda y siendo ya un desgraciado como cualesquiera otra criatura, vencido, categóricamente vencido, ilimitadamente, en ese vertiginoso momento, digo, tanto yo, muerto, cuanto todos los hombres buenos, muertos, todos los justos, pues, erigidos en jueces, graciosamente te salvaremos en ejercicio de agua, resueltos en fuente de piedad por ti.

De "Réquiem".

miércoles, 2 de marzo de 2016

A mis lectores, agradecido

El autor de este blog se dirige a sus lectores

"La Bitácora de Lázaro Valbuena" supera las 25.000 páginas leídas

Juan L. de la Cruz
Una de las moléculas de la belleza de la lectura es su misterio. Es ya un misterio que el poeta sea poeta y escriba. Podría ser poeta y tallar hiedras preciosas. Por ejemplo. Pero el gran misterio, el asustador, es que al otro lado del poema, allá en el precipicio de los versos, haya un hombre leyéndolo. Un hombre al que no conozco pero al que conozco por mis versos. Un hombre que no me conoce pero que me sabe en mi voz.

Una de las moléculas de la belleza de la lección es su misterio. A mí me fascina que estas páginas digitales cuenten veintitantasmil lecturas anónimas. Lecturas de yo no sé quién aunque le presiento. Te presiento. Lector hermano en la fraternidad de la palabra exacta, etéreamente electrónica, cálidamente volandera.

domingo, 28 de febrero de 2016

Mi queridísimo esparadrapo

Circular, como un buen amigo, me abrazas el dedo levemente herido. Me endedas. La yema cortada en suavidad de filo te hospeda, samaritana tirita, hospitalaria. La yema enferma y tú, apósito caritativo. Has frenado mi sangre y la has acogido como un cáliz acuna el vino. Como hace el cáliz con el hijo. Paternalmente me has rodeado vendándome de algodón, de calor, de mimos. Al amor de tu pecho la hemorragia lo ha entendido y han cicatrizado las efemérides en mis latidos.

Camarada mínimo y compasivo, sobre todos bueno, compañero mediquillo, misionero tejido, cantinero y lazarillo, hermano esparadrapo, para ti el talco de estas palabras, su humor de cromo y mercurio.

"De "Cartas a mis cosas"

sábado, 30 de enero de 2016

"El tete de la vida"

Hasta el más cruel de los hombres siente un insuperable escrúpulo que no le deja matar a un niño, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. Hasta el más inhumano aprecia una humanidad incipiente, completa, sagrada, inviolable, lábil, en los hoyuelos de un bebé que, glotón, chupa indolentemente el tete de la vida. Hasta el más desnaturalizado columbra en la fragilidad infantil una raíz, un hilo, una vibrante mariposa de humana tierra. Pues pensad en esto, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. En que en todo hombre se conserva el niño. En que en todo hombre se agazapa la reminiscencia de una infancia persistente. Resistente. En que en todo hombre perdura, se obstina un muchachito perenne. Ocupando juguetón, terco. Ocupando todavía los primeros dedos de sus centímetros, la primera vida de sus pasos. El niño que fue insiste en el hombre que es. El hombre consiste en poco más que un niño que se permanece, crece y se arruga. Matar a un hombre es un abominable infanticidio. Porque todos los niños posibles se alojan en cada muerto. Se hospedan en él. Se cobijan. Matar a un hombre es desahuciar al niño que amorosamente le quedaba, le amanecía dentro.

De “Lázaro Valbuena”