No existe la eternidad. La eternidad
pequeña. La eternidad del tamaño del hombre. Del tamaño de un hombre. La mía.
No existe, ya, mi eternidad.
No sé de la grande. No sé si Dios es
eterno. Si es eterna la electricidad de una centella. O el odio. No sé si son
eternos. Ni me importa.
Pero sé a ciencia cierta, ahora, que
ahora no existe mi eternidad. No existe la eternidad del tamaño de un hombre
como yo.
Antes sí. Antes yo era eterno. En
pequeña proporción. No como Dios o la luz de una centella o el infinito del
odio. No. En proporción pequeña. Yo antes era eterno en el amor. En su alegría
eterna. Y no imaginaba, ni siquiera imaginaba, que la eternidad se pudiera
acabar. Que se me acabara.
Nadie -sólo yo- es capaz de tanto hierro. Del hierro de saber esto. Un
hierro sin Dios. Sin centella. Sin odio. Puro hierro. Yerro eterno.
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