domingo, 27 de octubre de 2019

PoesíApp: Mi buen hijo


Con indecible alegría -con esta tristeza que digo- iba hacia la habitación. Su cuarto. Estaría dormido. En esa dormición plácida de hijo. De buen hijo. En esa láctea dormición que todo padre le sabe. Mío.

Con indecible expectativa iba yo hacia su dormitorio. Vacío. Maldito no recordar que no está. Que ya no está. Que se ha huido. Que es mayor. Que es doctor. Doctor ya. Lejos. Allá lejos. Doctorcito. Enfermo yo. Maldito no querer recordar que se ha ido. Que se ha marchido.

sábado, 19 de octubre de 2019

PoesíApp: La playa de octubre


Nunca lo había hecho. "Nunca" es palabra grande. Pero no supera una pequeña vida. Yo nunca lo había hecho. Pasear por la orilla de la playa en octubre. Pasearme la orilla sí, muchas veces. Pero pasearla en octubre, no. Nunca. Era bello. Todo era bello. Yo lo era. La orilla lo era. Octubre también. Bello. Mis pies andaban fronterizos. Mar, agua, olas, arenas, azul, cielo, nubes. Mis pies los andaban. Salían y entraban en unas y otros. Solo. Yo solo en la playa. Apenas con octubre. Me paseaba la orilla. Según marchaba hacia El Puntal, mis huellas en dirección oeste. Mis huellas. No duraban. Al regresar por el filo de la orilla hacia La Puebla, mis huellas en dirección este. Tampoco duraban. Al abandonar la playa en octubre no quedaba ningún vestigio. De mí. Mar, agua, olas, arenas, azul, cielo, nubes, persistían. Yo, no. En la playa de octubre yo, no. No me permanecía.

martes, 8 de octubre de 2019

PoesíApp: Fuenteperruna


Sólo en eso. Pero en eso. Equivocados. En lo del mar, no. Pero en eso del perro... Equivocados. En todo lo del mar, acierto pleno. Mientras José Javier moría, mientras se permanecía, mientras se entraba en la mar, Mariajosé y Salvador y Teresa acertaron dándose, dándole orillas. Astrolabios. Mientras José Javier se entraba en la mar.

Pero, eso sí, en lo de que el perro no se haya despedido de su amo, en lo de que el perro no haya podido, no le ladrara su último amor, en eso, solo en eso, Mariajosé y Salvador y Teresa están equivocados.

Los perros tienen su tiempo. Una especie de edad de oro, de siglos de oro caninos paralelos a nuestros relojes. Y José Javier era el dueño y señor de los dorados siglos. Dueño y señor de Zalamea y de aquella casa con dos puertas y -escúchame, Teresa- dueño y señor -amor- de todas las niñas de plata. En ese áureo tiempo al que José Javier pertenece, que José Javier señorea, allí, perros a una, en esa mágica Fuenteovejuna, su perrillo se despidió. Y José Javier jugaba lanzándole mil pelotas en versos clásicos. Y todos los perros -escuchadme esto, Mariajosé y Salvador  y Teresa-, todos los perros de todos los teatros -Quitos, por supuesto; e incluso el perro del hortelano- se han despedido de él. Y es más. Ahí, en ese tiempo de oro, en esa mágica Fuenteperruna, José Javier sigue haciendo. Y le dejan hacer. Sigue siendo. Y le dejan ser.