domingo, 30 de marzo de 2014

Indeleble

Yo no sabía dónde estaba. El lugar era nupcial para mí. Nunca visitado. Creo. Desde luego nunca hollado a aquella hora. El anochecer no me parecía ordinario. Porque, era verdad, el crepúsculo se había instalado. Se permanecía. Se demoraba en un escarlata pleno que brillaba irreductible. Igual a sí mismo. Yo no sabía dónde estaba. Ni cómo había llegado a la playa. Ni el nombre de aquel mar torturado de púrpura. No sabía tampoco nada del momento. De aquel momento vespertino que se prolongaba en tenaz devaneo de carrete. El instante y el espacio y aun yo éramos un eterno hilo.
 
La arena era una ilusión de granos rojos. Prendida por mi mano ruborizada y, después, asperjada por mi mano entreabierta -y el viento-, la arena era una lluvia de sangre en alegría. Yo, jugando, aunque no sabía dónde estaba ni en qué momento, como hacen todos los poetas -como, inevitablemente, se rinden todos los poetas-, escribí. En la arena. Claro. Grana. Escribí en la arena grana. Triste -tan triste-, escribí tu nombre. Con la seguridad de que, como si fuera un corazón cualquiera, la mar lo borraría. En su vaivén. Con su marea. A su capricho.

Yo no sabía dónde estaba. Ni mi tiempo. Jugando, en absoluto perdido, me di cuenta de que el agua rojísima no borraba tu rojo nombre. Por un antojo cósmico te perpetuabas en la palabra. Igual que el crepúsculo resistías. El agua te subrayaba. En lugar de tacharte te lustraba. Como si todo aquello -anochecer y playa y mar de sangre y tu nombre indeleble- fuera mi corazón.

domingo, 23 de marzo de 2014

La catedral

La luz hacía vidriera los cristales. Toda mi piel y lo más íntimo eran de puros colores. Me paseaba extático por la catedral. Pulcra. La vida era una filigrana de piedra. Una piedra blanda. Como de carne. Sin aristas. Había algo mágico. Eléctrico. Sin cables humanos. Una energía telúrica y alta al mismo tiempo. Todo era bello, dentro. Fuera quedaba muy lejos. Tordo era dentro. Bello. Piedra y luz. Sólo color y yo. Dios no estaba por ninguna parte. No le hacía falta a tanta hermosura. Sólo yo. De cristal. Y piedra.

De "Teoría de Fragmentos" (2411)

domingo, 16 de marzo de 2014

Tautología

La edad me llena de manías. Colmo de extravagancias el tiempo. La vida y las rarezas están repletas de mí. No mucho más, cierto, que una manía es mi seguir. Aprieto los dientes, por ejemplo. Con denterosa constancia subconsciente aprieto mis dientes. En la boca, como una cárcel, los dientes se muerden con saña. Mientras conduzco. Mientras leo. Ahora mismo. Mientras paso. La boca, como una caníbal tautología, se mordica a sí. Los dientes se hiperajustan y se presionan y se apresan. Y duele. Me duele. Me duelo a mí mismo.

Me muerdo, me machaco, supongo, para defenderme. Para esperarme. Para esconderme. Y, sin embargo, sólo me daño. La manía me daña. Me aña. Me envejece. La edad…

La edad, en su bucle, me llena de manías. De chifladuras. Aprieto el corazón, por ejemplo. Con palpitante constancia subconsciente me aprieto el corazón. Ahora mismo. Plagado de dientes mi corazón cardiófago se mastica a sí mismo. Y duele. Me duele. Me hace daño. Hiere.

sábado, 8 de marzo de 2014

Sinestesia

Todos los días, ya trajeado, me visto unas gotas de colonia. Pulverizo con meticulosidad una, dos, tres, cuatro veces la pechera de la camisa. Y una, dos veces ambos flancos de la chaqueta. Siempre con esmerado tino para esquivar la seda de la corbata. Así, perfumado por fuera, me reputo sano y salvo.

Todos los días, una vez esenciado, hermetizo con exactitud el vidrio tallado del pomo de almizcle, para que el olor se permanezca íntegro y consagrado. Y, como culminante de la ceremonia, todos los días repiqueteo en el frasco con mis dedos inmaculados. Todos los días la lima de mis uñas teclea la misma cantilena. Todos los días las mismas notas de cristal resuenan entre vapores.

Hay algo, todos los días, en esto, de mágico. En esa conjunción de aromas musicales. Y de sonidos fragantes. Y de transparentes notas que cantan mis efluvios rasgueadas por la guitarra de mis manos… En esa confusión de sentidos -yo trajeado-, en ese juego de belleza, de pereza, todos los días, esperado…
 

domingo, 2 de marzo de 2014

Pablo

Tiene diez y ocho años. Juega al baloncesto. Es muy largo. Tanto que, aun tan joven, ya ha llegado. Es, digo, baloncestista. También es cielo. En su voz niñamente grave hay una pelota de bonhomía. Su cara es como la adolescencia del corazón. Y sus manos, infinitas, de flexibles huesos ríos, sus manos longuísimas alojan miles de ternezas futuras.

Tiene diez y ocho años. En su largura inverosímil le caben ya muchas preguntas. Y la fragilidad toda de la ausencia. Diez y ocho años de golpe. De dudas. De miedo. Él no lo sabe. Pero tiene mucho miedo. Y también sabe que tiene mucho miedo. Es baloncestista. Lleva encestado mucho temor en el partido de la vida.

Tiene diez y ocho años. Juega al baloncesto. Y es muy grande. Está lleno de músculos y de rocas. Al verle tan grandullón, tan desaforado, todos piensan que es muy fuerte. Que su dimensión abarca la guerra. Todos lo piensan menos yo. Como él sabe de su miedo yo sé de su tronchabilidad. De su delicadeza. En tanto cuerpo -voz, cara, manos, músculos, rocas-, en cuerpo tan elevado, cabe mucha necesidad. Se trata de pura proporcionalidad. Es cuestión de cuantificación pura. De puro requerimiento. A más altura, más humanidad. A más altura, más cuidados. Hasta la cumbre del amor.