Ana
María Matute acaba de morir en este año de desgracia de dos mil catorce.
Aunque, por supuesto, en realidad, Ana María Matute no acabe de morir nunca. Es
cierto que nunca es una palabra muy
larga. Pero, pensamos, no más larga que la luminosa sombra de nuestra escritora
comprometida.
En
efecto, no sólo por formar parte en su día de lo que se ha dado en llamar la
Generación de los Cincuenta, la generación del social-realismo español, sino por
propia voluntad intelectual mantenida, resistida hasta el final de su vida, Ana
María Matute se integra de manera eminente en ese arriesgado grupo de
escritores de todos los tiempos que concibe la literatura como un ejercicio
moral. Humanista. Ético y estético a la vez. Grupo al que pertenecen, por citar
caprichosamente sólo algunos autores especialmente queridos, Fray Bartolomé de
las Casas, quien en su Brevísima,
para no ser reo de complicidad, callando, deliberó poner en letras de molde
cuanta injusticia su conciencia le dictaba. O Francisco de Quevedo, quien, como
sabemos, insobornablemente terco, jamás
había de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente,
silencio le avisaran o amenazaran miedo. O José de Cadalso, el hombre de bien
que escribió y denunció, arriesgando su tranquilidad y su carrera militar, a
pesar de saber la certeza de que “en todas partes es, sin duda, desgracia, y
muy grande, la de nacer con un grado más de talento que el común de los
mortales”. O el gran Benito Pérez Galdós, ciego al final, formidable merodeador
y observador siempre, al que le fue mezquinamente hurtado el Premio Nobel por
haberse atrevido a ver y decir. Decir. O don Antonio Machado, el Bueno, para
quien defender la cultura es difundirla; para quien la poesía aumenta el humano
tesoro de conciencia vigilante. O, para terminar con el mayor de los literatos
españoles, Federico García Lorca; Federico: asesinado por abrirse las venas por
los demás.