viernes, 29 de marzo de 2013

Lagartija

Tendría yo unos once o doce años. Era un niño. Todavía era un niño. Aunque ya empezaba a anunciarse -bozo atrevido, retador vello- la tragedia. Paseaba solo. Muchos días paseaba solo perdido en la preadolescencia de tantos versos que aún no había escrito. Uno cualquiera de aquellos días -tendría yo unos once o doce años-, deambulando, topé con otro chiquillo que había cazado una lagartija. Yo nunca había sentido inclinación por estos bichos. Me refiero al saurio. Claro. El chaval la oprimía entre sus manos de uñas mordidas. Y negras. El animalejo, me parecía, escapaba todo su miedo por el salto de los ojos. Y se retorcía inútilmente. El crío me miró. Su mirada de hombrecillo no presagiaba nada bueno. Yo le rogué. Creo. Pero él, malo por decisión, la desenvainó. La navaja cortó limpiamente la cola. Suelo recordar que la lagartija sangró. Pero, la verdad, a día de hoy no sé si las lagartijas sangran. Aunque estoy seguro. Aquel día cualquiera aquella lagartija sangró. Una vez amputada, el mocoso la tiró a tierra y así, a medias lagartija, ésta se escabulló reptando entre la indignidad. Su verdugo me miró de nuevo, despectivo, y me dijo que no me preocupara tanto y me advirtió que a esas alimañas, de forma natural, se les reproducía la carne cortada.

Yo, la verdad, a día de hoy, tampoco sé eso. Lo que sí sé a pena cierta es que algún dios chiquillo me ha cazado entre sus manos de uñas roídas, y negras, y con su maldita divina navaja me ha cercenado el amor. Me ha mutilado de amor. Y el amor no me vuelve a crecer. Y, a día de hoy, me escabullo, reptando, entre la indignidad.

20 - 3 - 13

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