domingo, 15 de diciembre de 2013

Ordenamiento

Todos los días, antes de salir de casa, con convicción, me propongo las tareas. Las numero y decido, tajante, llevarlas a cabo. Ordeno así mi vida. La vida. Primero tal cosa. Segundo tal otra. Tercero... Apenas salgo de casa la vida me sorprende. Cualquier imponderable da al traste con toda mi organización. Una ambulancia que pasa y me hace pensar que tal vez yo vaya dentro. La lluvia que me recuerda la tierra de mi piel. Un perrillo perdido que me mira con ojos que piden... La vida me sorprende. Me enseña. Mi lista no vale. No vale para nada. Todos los días...
 
De "Teoría de Fragmentos".

domingo, 1 de diciembre de 2013

Viajar en tren

Había tomado el tren hacía ya muchas horas. Llevaba viajando y viajando. Los pasajeros subían y bajaban. A veces unos. A veces otros. El tren no se salía un palmo de sus raíles. Se dijera que le diera miedo probar. Ocupaba un lujoso departamento de primera. En exclusiva. La vida pasaba por fuera de la puerta. Acristalada. Y de las ventanas. Veía pasar la vida. Los saloncitos contiguos se ocupaban y desocupaban. En continuo ajetreo. Los paisajes se hacían naturaleza muerta en la ventanilla y se relevaban. Pasmosamente. Veía pasar la vida. Siempre solo. Su lujoso compartimento lo ocupaba en exclusiva. El traqueteo apenas se notaba entre tanto muelle. Fuera el tren bullía. Fuera bullía la vida. La vida pasaba fuera. Sólo fuera. Él no la vivía.

De "Teoría de Fragmentos"

domingo, 10 de noviembre de 2013

Mi querido disco compacto

Mi queridísimo disco compacto:

Jamás pude entenderlo. Cuando era niño, un viejo profesor de matemáticas me explicó que el infinito era redondo. Yo no daba crédito a lo que le estaba oyendo. Aquel hombre sabio conocía lo que fuera el infinito. Un círculo. Yo le devoraba con los ojos, que me palpitaban, taquicardíacos. Le devoraba con el corazón puesto en los ojos. Necesitaba ver cómo era aquel ruedo, aquel aro, aquel tejo fantástico que todo lo comprendía. Un infinito redondo. Yo recordaba de alguna otra lejana lección que el límite de un círculo era su circunferencia. Y pregunté por ella. Profesor, profesor,... ¿y ese círculo no tiene circunferencia? El viejo maestro se sonrió. Y dijo: Ese círculo, claro, no tiene circunferencia. El infinito es un círculo sin fronteras. El infinito es, simplemente, redondo. Un espejo redondo.

Jamás pude entenderlo, mi queridísimo disco compacto, hasta que, muchos años después, te escuché el alma. El infinito, en efecto, lo llevabas entrañado. Lleno.


De "Cartas a mis cosas"

domingo, 27 de octubre de 2013

La lupa

(más allá del subjuntivo) 

No sé a qué animal perteneciera. A qué elefante o a qué otra pasmosa fiera. El colmillo en el que yaciera -bruta- el asta de mi lupa. El colmillo en el que la ebúrnea asa se escondiera. No sé qué animal la gestara óseamente alerta. No sé tampoco quién fuera el divino artesano que la rescatara. Que la labrara. Como la tierra. Que la esculpiera. Como piedra. El minero que en el marfil hallara la veta. La potencia. No sé tampoco -nada- del orífice que engastara la lente en el aro de oro que la abraza. Que la mima. Que la rodea. El orfebre aquel que tuviera la prodigiosa idea de adosar al mango casi vivo la redonda transparencia. La lupa que acecha. Enmarcada en oro. Y su empuñadura marfileña. Para que yo la blandiera. Esgrimo mi lupa y mi lupa aumenta. Revela. No sé quién le pusiera mano -para mí- a este cristal que penetra. Que merodea.



De "Curso de Gramática".

domingo, 13 de octubre de 2013

Pumba Lacatumba

Es casi verano. Siempre es casi. Ella y yo vamos hacia la guardería. Cuatro años. El niño tiene -es tenido- cuatro años. Todos los días, cuando nos lo devuelven, cuando nos regresa, es como si la vida se precipitara a la vida. Nosotros, ella y yo, recuperamos el mundo diminutivo. Él, el niño, se asegura. Todo son dedos y bocas que se cruzan y preguntas sin pena.

Hoy, que es casi, que es casi verano, nuestro hijo nos cuenta, en palabras que empiezan, en sus palabras de juguete, que la seño le ha enseñado una canción. Y que la tenemos que -la tenemos que- escuchar. Y que nos la va a cantar. Y canta así. Pumba. Pumba. Pumba lacatumba. Y ahí se queda. Una y otra vez. De ahí no sale. Ahí se queda. En el perpetuo pumba lacatumba. Y ella, su madre, se ríe. Y yo me enojo. Me enfada ese trivial pumba lacatumba que el niño no sabe vencer. Y ahí se instala. Una y otra vez. Nada más que pumba lacatumba.

De aquello hace veintitantos años. Hoy lo he recordado. Hoy también es un día de verano. Aunque mi alma, otoñal. No lo sepa. Ella ya no está. Ella ya no se es conmigo. El niño diminutivo también desapareció entre afeitados y besos lejanos y tanta pena en las preguntas. Ya no hay risas. Casi no hay risas. Siempre es casi. Y yo, sin ella, vivo denodadamente enojado. Y, es trágico, es curioso, se mantiene. Se permanece. La vida, mi vida, ha devenido un martillo. Un estribillo. Un perpetuo, un permanecido pumba lacatumba que no me permite cantar.

4 - 8 - 13

sábado, 5 de octubre de 2013

Memoria

Llevo tantas aulas en mis años como si las venas me fueran de papel. Y tinta. Y tiza. Blanco polvo de tiza. Más de media vida, claro, es toda una vida. Toda una vida de preguntas y luz. Ahora, al cabo -al cabo…- de tanto tiempo me bromean algunas ilusiones. Por ejemplo. Recuerdo en el ensueño a mis alumnos, a los que di de comer y me nutrieron. Los recuerdo detenidos en su edad. En aquella su edad. Una formidable teoría de jóvenes permanecidos en los veinte años. No puedo -no quiero- imaginarlos crecidos. Maleados. Viejos. Mi memoria los retiene en plétora, hermosos y bellas, tersura pura y pura potencia. Me ha ocurrido, incluso, alguna vez, que la vida me ha cruzado con un antiguo estudiante ya curtido y yo le he estorbado el saludo, no he aceptado reconocerlo, me he negado a la evidencia. Los quiero a todos como eran. Porque eran. Tanteando. Intentando el primer -o el segundo- beso. Curiosos. 
Llevo tanto amor en mis años que las venas hechas polvo. Más de media vida amándola. Ahora, al cabo, ya no la tengo. Ya no tengo ilusiones. De todas todas la recuerdo con veinte años. Incluso cuando la recuerdo maleada y vieja tiene veinte años. Potente. Bella. Era entonces cuando le decía, por ejemplo: sal, rosa, himalaya fina. O le decía que me sabía a sur. Y era entonces cuando yo intentaba, siempre curioso, el enésimo beso.

17 - 7 - 13

domingo, 29 de septiembre de 2013

Maña

Es difícil. Abrirlo. Si tan sólo es cuestión de fuerza para mí será imposible. Si interviniera la maña… Entonces sí. Entonces sí podría tener éxito. Soy hombre de cuidados. No de bríos. En cualquier caso, maña o fuerza, es difícil abrir el tarro. La tapadera se resiste. Insiste en no ceder. En no cederse. En no cedérseme. Lo he intentado. De hecho, lo llevo intentando no sé ya cuánto tiempo. He empleado, incluso, un artilugio mecánico de ésos. Una maravillosa palanca universal comprada al charlatán de un rastrillo. Un formidable abretodo ante el que ningún cerramiento, ante el que ningún taperujo se atreve. Pero, claro, nada. Aquí persisto forcejeando. Perdiendo.

Es difícil abrirlo. De repente se me ocurre. La idea. La idea simple. Maña pura. Romper el vacío del frasco. Procurar romper el vacío del frasco. Así, cojo de entre todos el cuchillo más puntiagudo. Con exactitud, milimétrico, lo penetro por la frontera entre el cristal y la tapa. Aprovecho el más mínimo intersticio y hundo el pico del acero hasta desflorar, muy suavemente, su hermetismo. Pop. Ya está. Roto. En efecto, roto el vacío. Abierto lo imposible. 
Es difícil abrirlo. Si yo pudiera. Ay, si yo pudiera. Pero ni hay abretodo milagroso ni navaja lo suficientemente, lo suavemente punzante, ni conozco, ya, la maña cuidadosa como para romper el vacío de su corazón.

7 - 7 - 13

 

sábado, 21 de septiembre de 2013

Paraguas

Sufro cáncer de piel. Por si vivir fuera poco. Sufro hasta la piel. Por eso, en el ferragosto, intento proteger mi pena cubriéndome con un paraguas. Un paraguas negro que juega a quitasol. Debo cobrar un extraño aspecto, entre transeúntes tostados medio desnudos, coronado por mi paraguas el lino impecable de mi traje veraniego. Yo me preocupo en bajar el horizonte de mi artilugio hidrófugo hasta la cota de mis ojos. Así, aislado, no veo la burla del otro.

La calafateada tela negra es tupida. Prácticamente impenetrable. Pero, aun así, mientras camino la vida, el sol la reta. Y la vence. Yo, bajo la seta embreada del paraguas, soy, a pesar de todo, herido por la estrella. Todopoderoso, el sol se filtra. Se infiltra sin dificultad entre la oscuridad de mi refugio y me quema. El sol arde arrogante mi piel. Abrasa mi cáncer maldito.

Tú, desde hace ya tanto, has desplegado el paramor que me impide. Tu inexpugnable paramor. De esta manera, mientras caminas tu vida me vences. Yo intento herirte otra vez con mis flechas. Todopoderosas. Colar, colarte mi corazón mendigo. Pero tú, arrogante, con tu paramor imposible, rindes. Me rindes. Mis pobres saetas caídas. Mi pálpito detenido. Mi bajo sol. Y sólo me dejas mi cáncer maldito.

30 - 7 - 13



domingo, 8 de septiembre de 2013

Hiena

Hace tantos versos. Hace ya tantos versos que no. Así que. Aquí. Ahora. Tísico de poesía. He perdido, sí, la costumbre de tu pecho. Una cruz. Hay una cruz clavada en cada beso que no te alzo. El tiempo terco. Degollado. Y, en consecuencia, el dolor me crece como uñas. Soy no más que la víspera de que me renegaras. Escribo desde la hiena. Soy no más que una hiena humana. Completamente. Completamente hienando. Llenándome de… También he muerto. Me he muerto sólo un poco. Hasta los tuétanos. Ya no está dios. Con nosotros. Ya no nos está dios. Nuestro dios que era simple carroña. No nos resta, siquiera, tierra. Ni ejercicio metafísico.

28 - 7 - 13

domingo, 1 de septiembre de 2013

Astilla

No sé de qué rama o de qué palo o de qué vena, la astilla. Una mínima y malévola púa se me ha clavado en la pulpa del índice. Escociéndome, se me ha entrado un puñalito de madera. Cuando señalo con mi dedo la carne se me tensa y me pincha más. Es curioso. A mí me entusiasma la madera. Su brillo. El río de sus vetas. Su nobleza. Su potencia de arte. La taracea. Me entusiasma la madera. Es la primera vez que me hiere. También es la primera vez que me penetra.

Ojalá, ahora que lo viento, al menos una astilla de ella, de mi ella, de alguna de sus venas, me residiera clavada en mi dedo corazón. Ojalá, escociéndome, zalameramente me doliera. Ojalá me punzara al tensar el amor. Ojalá me penetrara, todavía, su madera. La madera de ella…

10 - 7 - 13

domingo, 28 de julio de 2013

Antidepresivo

Es una ficción. Desde hace un mes y medio. En una ficción. Vivo una ficción. Me recetaron la pastilla. Ha podido. La pastilla ha podido. Yo, antes de vencerme al fármaco, no soportaba más. La pena me había hecho suyo. Me había deshecho. Todo lágrimas en el agua del amor. Era tan hondo el fondo de su mar que no cabía intentarlo. Imposible bucear. Nadar siquiera.

Desde hace un mes y medio sobrenado. Sobre nada. Vacía, la vida me sobrelleva. Me zarandea. El alma en zig zag. Entre huecos y ceros. Agujeros. Entre el no ser y el mal ser. Solo. La soledad no es una ficción. Es una laja caliente. Que arde mi corazón. Desde hace meses vagabundeo el alma. Sin pedir, ya. Sin pedir.

En la ficción en que yerro la pastilla ha mitigado la angustia. Es verdad que desde hace un mes y medio el pecho puede comer y el estómago respira. Es verdad que desde hace un mes y medio la pastilla disimula mi angustia. Pero, también es verdad, yo sé de la angustia agazapada. Acechante. Latente. Sé que, aunque no la invento, la siento. Esperante. Pertinaz. Traidora. A pesar de que la pastilla la pretende, la angustia me ha elegido a mí.

19 - 6 - 13

domingo, 21 de julio de 2013

Las manos de Lang Lang

Mi hijo me regaló. Yo soy un melómano. Por eso voy poeta. Me regaló un disco de Lang Lang. Universo. La orilla ilimitada del círculo se expandía. A través de palabras en sol de clave. Tanta maravilla venía enfundada. La carátula del cofre del tesoro es una foto azul. Lang Lang imberbe. Puro. De ojos enormes en los que la luna. Mirándome. Mirándome travieso desde su flequillo indómito. Y las manos. Las manos de Lang Lang. Las manos alzadas. Expuestas. Dos estatuas clásicas. Vivas, claro. Arte sólo. Las manos de Lang Lang. Los huesos justos. La espiga de los dedos. Rosas al cabo. Manos como poemas. Manos belleza. Capaces de todas las pompas que caben en el milagro. Mera potencia. Las notas todas en la posibilidad de sus falanges. De sus yemas. Manos tecla. Manos instrumento. Manos Midas que convierten en piano cuanto tocan. Las manos de Lang Lang. Dos mínimos absolutos, frágiles como almas.

Yo soy un melómano. Por eso voy poeta. Quisiera -no quiero nada tanto- que me las impusiera. Que las manos de Lang Lang pulsaran mi corazón silente. Que le crearan la antigua rosa. Que las manos de Lang Lang tocaran el piano mudo de mi corazón y sonara, azul, el tesoro de antes. Antes…

29 - 6 - 13

domingo, 14 de julio de 2013

Josemari

Tiene noventa años. Son las cuatro de la madrugada. Casi sin caderas, en curva a la tierra, como sea posible, se levanta una vez más de la cama. En una mano el bastón. Trípode resignado. En la otra el orinal. Cetro de la incontinencia. Ya está de pie. Trastabilla. Carmen, la suya -no es posesivo, es amor-; Carmen, digo, también vieja, en duermevela, le sujeta firmemente el corazón. Cuando Josemari termina, temblando el bastón y el orinal y las manos, los ojos en pregunta, se vierte en voz alta: ¿Y ahora qué hago? Carmen, la suya, duermevelada, le aprieta más el corazón lento y le susurra que toca volver a la cama. A soñar.

Josemari no lo sabe. Pero sus noventa años sí saben, claro, que su pregunta, que su perdición, son la condición del hombre. ¿Y ahora qué hago?

Desde que no está ella, mi ella, desde que ella no está, ¿qué hago yo? ¿Qué hago, ahora, yo?

domingo, 7 de julio de 2013

Camiseta

Yo soy friolero. Más aún desde que se me ha extinguido el hogar del amor. Por eso, como un guante hospitalario, me visto siempre una camiseta blanca. Un algodón madre que abriga mi temblor. Escondida, discreta bajo la ostentación del traje y la corbata nadie la adivina. Pero mi camiseta cumple su maternal cuidado calefactor fielmente.

Yo soy friolero. Por eso mi camiseta siempre talla menos de lo que debiera. Así se ajusta a la derrengadura de mi tronco, a mi corazón helado, y parece como que, ciñéndolo, me calentara. Como si pareciera.

Últimamente vengo observando un fenómeno desasosegante. Hace unos días en el pecho de la camiseta se atrevió una mancha. Roja. Sangre. Fría. Sangre fría. Asustado, me la descobijé. Me desvestí. Yo no estaba herido. Al menos por fuera. Desconcertado, decidí lavar la prenda. Una vez limpia y seca volví a ponérmela. Reconfortado, no pensé más en el suceso. 
Cuál no fue mi sorpresa, por la noche, al caer en la cuenta de que la mancha, en el mismo pecho de la misma camiseta, reapareciera. Confundido me exploré. Yo no sangraba. Incluso me ausculté. Lento, abrupto, el corazón me palpitaba pena.

Estos últimos días he lavado y requetelavado la intriga de la maculada camisilla. Una y otra vez, al despojarme, la mancha -sangre fría- se exhibía con estridencia. En el pecho blanco de la blancura. Por fin la he llevado a un laboratorio lleno de ciencia. El científico me ha dicho que, en efecto, la sangre persistente no es mi sangre. No procede de mis venas. La sangre fría que todos los días se obstina en el corazón de mi camiseta es de ella. De ella…


21 - 6 - 13

sábado, 29 de junio de 2013

Su primer sueldo

Su primer sueldo. Bien sujeto. Lo llevaba bien agarrado en el bolsillo. Unos cuantos billetes grandes. Iba contándose el cuento de la lechera. Y le voy a regalar tal cosa a fulanita. Y tal otra a menganito. Y les voy a invitar a mis padres… Y me voy a comprar… Llevaba prisioneros los billetes en el bolsillo. Su primer sueldo. No lo sabía. Pero pronto se tendría que bajar los pantalones. Y los perdería. Los pantalones. Digo…

De "Teoría de Fragmentos"

domingo, 23 de junio de 2013

Zaratán

Un cangrejo en el pecho. Como un zaratán, un cangrejo en mi pecho. En mi pecho, que se ha quedado sin mujer. Hay un zaratán en mis pechos de hombre. Desde la poesía le he pedido a ella que vuelva. Pero ella, ya, no me lee. Soy, exactamente, de la sangre con que se ha ido. No me puedo creer. No puedo creerme. No puede ser -y todo cabe en estas palabras- que ya no me cuide. Que ya no la proteja con el beso. Es imposible -todo cabe- que yo ya no quepa en su amor. Me reconozco tierramente solo sin su belleza. Como si la vida no me cumpliera. Ella y yo, ya, no soñamos el mismo vuelo. Ya, no volamos al mismo fuego. Ya, no ardemos el mismo sueño. Ya no es ella mi profesión. ¿Cuántas rosas había en el dorsal de nuestro dos? A nuestros secretos, como a nuestras estrellas, les sobraban los números.

Como un zaratán, un cangrejo en mi pecho. En mi pecho, el tumor del vacío.

22 - 5 - 13

 

domingo, 16 de junio de 2013

Tratamiento

El médico me ha dicho que tengo que tomar la pastilla durante años. La droga contra la postración. Porque me va a durar kilómetros. Me ha dicho que una célula de pena, como una bacteria, como una flecha, se ha clavado en la libélula de mi amor. Me ha dicho, también, que las plumas de la paloma de mi esperanza han perdido las alas. Ya no podrás volar. Ha concluido.
 
El médico me ha recetado la pastilla, crónica, para todos los kilómetros de la soledad. Yo no confío en que la píldora sea suficiente piedad para mi horizonte. Lenitivo bastante para la SUMMA de mi dolor. Creo -me creo- que, a pesar del tratamiento, lo inevitable es ser espina en corona de pasión…
 
A pesar del tratamiento, ahora, si miro al cielo, es para estrellarme. De entre toda la rabia de todos los miserables de la vía láctea la mía es más. 
 
29 - 5 - 13

sábado, 8 de junio de 2013

Perro Viejo

Está esperando. Fumando el tiempo despaciosamente está esperando. Fumándose despacio el tiempo. En el límite del parque. De vez en cuando, entre las vaharadas de su propio humo, mira hacia atrás. Tranquilo, mira hacia atrás. Y, allá lejos, está él. El perro viejo. Que avanza sin avanzar, derrengando cada paso, los ojos cansados, la melena cansada, exhausta la vida. A través de las cataratas columbra a su amo fiel. Que le espera fumando. Como siempre. Como siempre le espera. Y el perro viejo hasta ensaya menear la cola.

Yo, perro viejo también, observo envidioso tanta mutua lealtad. De repente, en súbito susto, miro tras de mí y, claro, no veo a nadie enamoradamente esperando.

17 - 5 - 13

sábado, 1 de junio de 2013

Sastrerías


Me encantan las sastrerías. Puesto que mi cuerpo es alma las sastrerías son el refugio idóneo para mi fragilidad. Elijo la tela que me va a acorazar. El sastre toma medidas. Me toma medidas. Como si yo fuera un campo. Geometría. Y, finalmente,  por mor de las manos demiúrgicas, un anónimo retal cualquiera se resuelve en mi narcótico disfraz.
 
Me encantan las viejas sastrerías. Todas de madre madera. Sus baldas de nogal. La filigrana del hilo de naranjo. Las viejas sastrerías acogedoras. Cobijadoras.  Mentirosas. Me encantan. Me encanta, sobre todo, su olor. Ese olor plateado a tijerazas caricaturescas. Ese olor azul de los tejidos obscenamente dispuestos, expuestos.
 
Ese olor adictivo de las viejas sastrerías me recuerda inevitablemente a mi padre. Me evoca aquella vez, tendría yo nueve o diez años, en que lo acompañé a una prueba. Le estaban cosiendo otro traje nuevo. El maestro costurero nos esperaba reverente. Nos pasó a un elegante vestidor. Tan grande. Allí mi padre y yo nos quedamos a solas con el fascinante terno. Y entonces se me abrió la sorpresa. Me volaron los ojos. Para probarse el nuevo, claro, mi padre hubo de despojarse del impecable conjunto diplomático que llevaba puesto. Fuera la chaqueta. El chaleco fuera. Yo miraba atónito. Descubriendo. Abajo también los pantalones con su raya exacta, vertical. Don Padre casi en cueros. Desnudo de su armadura. Y, así, puro hombre, era igual que yo. Igual que yo…
 
Ahora, todavía, me siguen gustando las sastrerías. Las pocas viejas sastrerías que resisten. Pero, ahora, sin padre y sin amor, cuando me desvisto, pobre, sin amor, en sus probadores, ya no soy igual que era mi padre. Hombre puro. Ya no soy, siquiera, igual que era yo. Ahora, solo, maniquí. Muñeco surreal.
26 - 5 - 13

domingo, 26 de mayo de 2013

Araña


Hay una araña en la entrada de mi casa. En la entrada, como si fuera muy adentro. Luce cinco brazos. En cuatro de ellos alumbran sendas bombillas halógenas, nuevas, cuyo cristal es pura transparencia. En el otro brazo se resiste una válvula incandescente. Una vieja válvula incandescente ahumada. Ilumina desde hace no sé cuánto cielo. Cual si iluminara eternamente. Parece que nunca se fundiera. Que nunca se extinguiera. Parece que su fuego fuera rescoldo infinito. Tuero perfecto. 

Hay, también, una araña en la entrada de mi amor. Una araña que me araña como si fuera muy adentro. Ahora sólo hay araña. Antes había una permanente bujía que, aunque ahumada, me iluminaba desde hacía no sé cuánto cielo. Ahora es apagamiento infinito. Ciego perfecto.

19 - 5 - 13

domingo, 19 de mayo de 2013

Violín

Hace ya muchos daños, justo cuando enamoró mi pasión, un laudero me dijo que el violín es el instrumento que resuena más como la voz del hombre. Que más se asemeja al llanto humano. Su capacidad de armonía, al frotar con tensión las cuerdas, llora el diapasón -sol, re, la, mi- de la más honda congoja. El cuerpo estilizado de un violín es un cuerpo encogido por el dolor. Un dolor que le dobla la cintura, que curva y estrecha el orgullo, un dolor que colma su bóveda. Hasta el mástil del violín se encorva, al extremo, en una voluta de alta tristeza. El alma del violín es un sufriente cilindro que gime desde su madera. La lástima del violín suena aguda. Es la lástima más aguda de la creación. El cantino del violín puja el quejido más afilado que cabe en un verso.

Hace ya muchos daños un laudero me dijo que el violín es el instrumento que más se asemeja al llanto humano. Desde entonces he escuchado mucho. Con asombro he alcanzado la certeza de que ningún violín, por prodigioso que fuera, por atribulado que fuera el rumor de su remota fídula, de su afligida vihuela, ningún violín vibra la pena tanto como vibra mi pena, ningún violín tremola tanto como tremola mi quiebra.
 
27 - 4 - 13

domingo, 12 de mayo de 2013

Hierro

No existe la eternidad. La eternidad pequeña. La eternidad del tamaño del hombre. Del tamaño de un hombre. La mía. No existe, ya, mi eternidad.
 
No sé de la grande. No sé si Dios es eterno. Si es eterna la electricidad de una centella. O el odio. No sé si son eternos. Ni me importa.
 
Pero sé a ciencia cierta, ahora, que ahora no existe mi eternidad. No existe la eternidad del tamaño de un hombre como yo.
 
Antes sí. Antes yo era eterno. En pequeña proporción. No como Dios o la luz de una centella o el infinito del odio. No. En proporción pequeña. Yo antes era eterno en el amor. En su alegría eterna. Y no imaginaba, ni siquiera imaginaba, que la eternidad se pudiera acabar. Que se me acabara. 
 
Nadie -sólo yo- es capaz de tanto hierro. Del hierro de saber esto. Un hierro sin Dios. Sin centella. Sin odio. Puro hierro. Yerro eterno.
2 - 5 - 13

sábado, 4 de mayo de 2013

¿Errendi?


Me hacía una pregunta. Siempre me ponía una pregunta a la altura. Una pregunta que me hacía más alto. Yo lo notaba. Cómo crecía. Aunque nunca tuviera. Aunque nunca acertara la respuesta. Mi hermano mayor -él creía que jugando- siempre me perturbaba con alguna de sus preguntas. Por ejemplo. A que no sabes cómo se llama un cabo muy grande que hay al sur de África. Muy ufano me espetaba que él sí. Que él sí que lo sabía. Porque se lo acababan de explicar -de explicar…- en el cole. En su clase. Que era, claro, la de los mayores. Yo, aturdido, saltando mi ignorancia de un pie a otro, ni siquiera sabía qué fuera un cabo -un soldado no era, eso seguro- ni qué fuera África. Aunque notaba que crecía, que crecía con la pregunta, mi conturbación era tan grande como mi rabia. Mi hermano mayor, conmiserativo, entonces, indefectiblemente me regalaba una pista. Te voy a dar una pista, sonreía. Empieza por E y termina por A. Yo me estrujaba los sesos que, como dedos, se me habían caído a los bolsillos de los pantalones. Y, humillado, le respondía que no. Que no lo sabía. Que ni aun así lo sabía. Ni aun con la pista de las vocales inicial y final. Llegados a este punto, mi hermano, disfrutando dolorosamente, inquiría, me inquiría: ¿errendi? Lo que, en nuestra jerga infantil y secreta, equivalía a un demoledor ¿te rindes? Yo me debatía entre mí mismo, rebelde a la derrota, hasta que, en un alarde de fragilidad, muy bajito, susurraba que sí. Que me rendía. Y ahí la edad de mi hermano mayor se engallaba chillando: ¡Esperanza, el cabo de Buena Esperanza!

Hoy, muchos años después, ya no hay hermano mayor. Yo soy, insuficiente, mi propio hermano grande. Cuánto daría por mantenerlo. Por mantenerme el pequeño. Persiste, sin embargo, la pregunta. No aquélla, claro. Sino otra. La pregunta. Que no me eleva. Que me perturba implacablemente. No hay, tampoco, colegio donde me la puedan explicar. Explicar… Ni hay, tampoco, pistas sobre su resolución. Así, vivo derrotado. Sin ella. Como el hierro, como el yerro, férreamente rendido. Sí. Rendido. Sin ella. Lejos. Indeciblemente lejos, al cabo, de la buena esperanza.

19 - 4 - 13

domingo, 28 de abril de 2013

Tal es



Cuentan los sabios, los filósofos, los poetas -tres alas para el mismo vuelo-, cuentan, digo, de un filósofo, de un poeta, de un maestro -tres vuelos de la misma ala- que se cayó cómicamente. Cuentan que contemplaba el cielo, paseando a tierra las estrellas, y que no advirtió una fosa en el suelo y que se derrumbó en ella como un fardo. Cuentan que el cosmos se rió de aquel filósofo, de aquel maestro, de aquel poeta que intentando vivir la vida de arriba no sabía siquiera andar aquí abajo sin tropezarse. 

Tal es la historia, la anécdota, mejor, que cuentan. Yo entiendo bien a aquel sabio despistado. A aquel sabio alado, alto, que, viviendo elevado, fue reclamado por la tierra. Yo he volado años y leguas junto a la luna, a la que casi ya no quedaba blanco. Yo he volado eternamente el instante en el que me llenabas el mundo. Yo he volado, cada noche, reclinado en tu pecho, cara al cielo, por las cimas del cielo. Yo he volado tanto mi amor que mi amor era sólo eso. Vuelo. Pero, volando, volando, aéreo, perdida la consciencia de mi peso, no me percataba de que caía a plomo, volando, cayendo, cayendo a la fosa que el maldito cosmos -envidioso, riendo- había dispuesto. Me había dispuesto.  

Cómo entiendo a aquel maestro, a aquel poeta alado, despistado, enamorado y, al cabo, descenso.

5 - 4 - 13

 

domingo, 21 de abril de 2013

Enyesada

Finalmente la han tenido que enyesar. Me la han tenido que enyesar. Aunque no salía en las radiografías ni en las resonancias magnéticas ni en ninguna exploración médica. Jugaba al escondite con los rayos equis y con todas las ondas perseguidoras que la pretendían. Aunque ningún facultativo la ha visto, esa es la verdad, finalmente me la han tenido que enyesar. Porque, eso sí, el diagnóstico era claro. Y unánime. Tiene usted el alma rota. Fracturada. Me han dicho. Tiene usted el alma fracturada.

Me han preguntado si me había caído. Si me había dado algún golpe últimamente. Si había tenido algún percance. Algún accidente. Han quedado estupefactos cuando les he respondido a todo que sí. Que sí. Que, en efecto, sí se me había caído vertiginosamente el alma hasta el mármol rígido del desamor. Que, en efecto, sí me la había golpeado un puñetazo de dios. Que, en efecto, sí, mi alma era un puro percance, un impuro accidente sin substancia.

Así que, finalmente, me la han tenido que enyesar. Y aquí estoy. Con ella fracturada. Rota. Con el alma en cabestrillo. Arrastrándola, arrastrándome, escayolada, arrastrando la vida escayolada, añicos el interior.

6 - 4 - 13

domingo, 14 de abril de 2013

Sopa

En el supermercado. Aunque parezca mentira, en el supermercado. Colmado de tantas cosas superfluas. Allí la he encontrado. En la sección de preparados. En un sobre amarillo. Llamativo. Con fideos. Advertía la carátula. Sopa maravilla con fideos. He hecho abstracción, claro, de los dichosos hilos de pasta. Pero a lo que no me he podido substraer es a la maravilla. Así. La maravilla. Nada menos que la maravilla ofertada impúdicamente en un llamativo sobre amarillo. En el mismísimo supermercado. Entre tantas cosas superfluas. 

Huelga decir que, ansioso, me he hecho con ella. Lector empedernido, he devorado, crudas, todas las palabras publicitarias. Sobre la ostentosa carencia de conservantes y colorantes. Sobre su sanidad en grasas. Sobre la naturaleza excepcional de la exquisitez culinaria. Ávido, he engullido, también, la leyenda de los ingredientes. Y por fin lo he comprendido. Ahí radicaba la maravilla. La maravilla de las maravillas. 
Sin cuantificar, eso sí, el porcentaje, he leído extasiado que la sopa contenía potenciador del sabor y, nada menos, aroma de humo. Aroma de humo. Estupefacto, una vez en casa, siguiendo con escrupulosidad las instrucciones, he cocinado la maravilla de la sopa y la he sorbido, en efecto, la he sorbido con fruición, aspirando convulsivamente, como un enfermo, su perfume.

Yo quisiera, es lo que más quisiera en este mundo, saber aderezarte, en el supermercado de mi corazón, colmado de tantas cosas, saber guisarte mi sopa maravilla, sin fideos, con potenciador del amor y, nada menos, aroma de humo. Aroma de humo. Pero, ni sé yo, ya, adobártela. Ni estás tú, ya, para sorberla.


20 - 3 - 13

domingo, 7 de abril de 2013

Mi temida lámpara de techo

Grácil cae la mole de tu filigrana de bronce traspasada en luz. Como tres santos ahorcados, tus seis brazos cuelgan con inercia metálica iluminados y eléctricos. Como una espada de seis filos, pendiente sobre mi cama eres -ojo séxtuplo de dios- seismente vigilante. Mi cuerpo y mis sueños te temen porque te saben -alta- omnipresente. Apagada, estás invisible, secreta, taimada. Viendo. Encendida, apabullas -ostensible- inspeccionando. Superentendiendo. Deslumbrando. 
 
Terrorífica lámpara de techo, indefenso y vencido, rendido, desnudo, a ti me ofrezco.

De "Cartas a mis cosas"

viernes, 29 de marzo de 2013

Lagartija

Tendría yo unos once o doce años. Era un niño. Todavía era un niño. Aunque ya empezaba a anunciarse -bozo atrevido, retador vello- la tragedia. Paseaba solo. Muchos días paseaba solo perdido en la preadolescencia de tantos versos que aún no había escrito. Uno cualquiera de aquellos días -tendría yo unos once o doce años-, deambulando, topé con otro chiquillo que había cazado una lagartija. Yo nunca había sentido inclinación por estos bichos. Me refiero al saurio. Claro. El chaval la oprimía entre sus manos de uñas mordidas. Y negras. El animalejo, me parecía, escapaba todo su miedo por el salto de los ojos. Y se retorcía inútilmente. El crío me miró. Su mirada de hombrecillo no presagiaba nada bueno. Yo le rogué. Creo. Pero él, malo por decisión, la desenvainó. La navaja cortó limpiamente la cola. Suelo recordar que la lagartija sangró. Pero, la verdad, a día de hoy no sé si las lagartijas sangran. Aunque estoy seguro. Aquel día cualquiera aquella lagartija sangró. Una vez amputada, el mocoso la tiró a tierra y así, a medias lagartija, ésta se escabulló reptando entre la indignidad. Su verdugo me miró de nuevo, despectivo, y me dijo que no me preocupara tanto y me advirtió que a esas alimañas, de forma natural, se les reproducía la carne cortada.

Yo, la verdad, a día de hoy, tampoco sé eso. Lo que sí sé a pena cierta es que algún dios chiquillo me ha cazado entre sus manos de uñas roídas, y negras, y con su maldita divina navaja me ha cercenado el amor. Me ha mutilado de amor. Y el amor no me vuelve a crecer. Y, a día de hoy, me escabullo, reptando, entre la indignidad.

20 - 3 - 13

sábado, 23 de marzo de 2013

Llavero (Tejido de comparativas)

Como un correveidile, como un vademécum, mi viejo llavero. Como si fuera un tríptico se abre y se cierra -sésamo- como un folleto, o como un confesionario, o incluso como un verso. Siempre encinta, pare llaves como las mujeres de los antiguos serenos, las serenas, parían. Mucho más que la más abultada billetera, más, mucho más que una tripa llena, mi viejo llavero tripartito, como un fatigado diccionario, como una forja, fragua soles y flechas. Mi viejo llavero no es de piel. Es como marroquinería del alma. Desplegado, por la cornisa le corre, como las cuerdas de colgar ropa, una percha de la que penden, como si fueran murciélagos, casi nictálopes, las llaves. Una verde, muy dentada, sencilla como una máquina, franquea un antiguo despacho al que no voy hace cientos de semanas; la llave verde podría abrir una puerta que siempre permanezco cerrada. Otra, más pequeña, niquelada, como una ganzúa de plata, revela un buzón en forma de caja que es como una respuesta eternamente esperada. Hay otra llave cuadrada, con resaltes convexos y heridas como de viruela, cóncavas, que me ofrece, como vírgenes expeditas, prometedoras alcobas y recámaras. Un llavín de cabeza hexagonal, como un duende, sospecha de frigoríficos y despensas y alacenas del cuarto de las viandas... Y así podría seguir con la teoría de llaves que acuartela la armería de mi viejo llavero. Cuerpo de guardia. Pero hay una llave resistente, discretamente herrumbrosa, inquietantemente oxidada, remotamente metálica, cuyo mástil dibuja como un perfil de mapas, una llave lejanamente azul, tímidamente carta, una llave pertinaz, desusada, como un claustro sin iglesia, una llave deshabitada, en ruinas, una llave olvidada en mi viejo llavero que no sé para qué valga, qué cerradura desata, qué cancela inaugura, qué secreto canda. Como una pregunta abandonada.

De "Curso de Gramática"

martes, 19 de marzo de 2013

Mi queridísima pastilla

Ayer me dolían los ojos como si fueran de carne y hueso. Habían llorado mucho. Habían llorado tanto. Rojos, acuosos de vino, lloraban moscatel rancio y tinto. Lloraban como debe llorar el amor en las sábanas del prostíbulo. Lloraban limones a litros. Me dolían los ojos ayer. Me dolían mucho. Me dolía su carne cristalina y su hueso íntimo. Me dolía, en las niñas, todo lo que había visto. Tener niñas doloridas en mis ojos. Qué abismo. En mis ojos me dolía todo lo que había visto.


Mi queridísima pastilla, tanto dolor había en mis ojos que no podía ni escribirlo. Te tomé entonces, analgésico curativo, atontador somnífero, y mis ojos se cayeron -¿se callaron?-.Dormidos.

Mi queridísima pastilla, panacea sólo a medias, insuficiente paliativo, hoy he abierto mis ojos. Y me duelen lo mismo.


De "Cartas a mis cosas"

sábado, 9 de marzo de 2013

Yo morí a los cincuenta

Prólogo

Yo morí a los cincuenta. El día tres de julio del año en que los cumplí. Desde entonces. Como puedo. Como la tierra que me requiere me deja. Una serena automoribundia. Una calmosa agonía. Me continúo en sosegados estertores que me regalan, fieles, ventilación. Sigo comiendo. Desayuno. Y almuerzo. Y ceno. Pero ya no como. Ya no como antes. Ya no me alimento de pan ni de galletas de luna. Ando. Voy de aquí para allá. Pudiera decir que peregrino. Pero no me quedo en ningún. Todo mi presente es estar. Estar marchando. Perdí el futuro. Me apeé. 

Yo morí a los cincuenta años. Aquel día tres de julio. Justo cuando. Justo cuando ya no. Todo fue templadamente. Sin llanto. No hubo espasmos ni tragedia. Pero yo lloraba. Desde donde empieza hasta donde termina mi adentro, lloraba. Entre espasmos apacibles. Mi tragedia invisible. Todo fue vértigo. Verticalmente tranquilo. Plácido. Sin alas.

Yo morí a los cincuenta años. De aquel tres de julio. Cuando ya no. Justo cuando ya no. Se acabó. Mi vida. Mi alegría eterna. Se acabaron. Y hasta decidí acabarme. Pegarme un verso. Pegarme el último verso. Escribir el último disparo. No lo hice. Y mira que lo planeé. Y mira que supe cómo hacerlo. Pero no lo hice. Aunque. Porque. Aunque ya no podía vivir la belleza aún podía contarla. Me quedé. Me he quedado. Muerto. Es verdad que muerto. Pero me he quedado. Ya no viviendo la belleza. Como antes la vivía. Ahora ya no puedo. No viviéndola. Sin embargo, aquí estoy, pobre de mí, sobre de mí, contándola.
 
5 – 12 - 12

sábado, 2 de marzo de 2013

Pero / Desde

No puedo escribir. Puedo. En verdad puedo. Es lo único que puedo. Que me cabe. Pero me duele. Escribir me hiere. Porque escribo desde la herida. Porque escribo la herida. Escribir es hurgar. Sangrar versos. Buscarlos en la hemorragia. Me debato. Escribir es, sí, una terapia. Pero escribir es, también, resolverme exangüe. Me estoy arruinando en versos. Estoy arruinándome la salud en versos. Me vacío escribiendo. Pero, es cierto, escribo desde el vacío. Sólo puedo escribir, pues, el vacío. Sólo puedo escribir vacío. Si no escribo no hay amor. Pero si escribo, como ya no hay amor, sólo escribo dolor. El amor me induce a escribir. Pero es el dolor el que me lleva a la poesía. Es el dolor el que lleva poesía. El que posee poesía. El dolor crea. Pero no crea amor. El dolor crea dolor. Creo desde el dolor. Creo dolor. Creo en el dolor. Dolerme crea. Las palabras ya no curan. Las palabras ya no me curan. Me enferman. Aunque estuviera enfermo antes de ellas. Sin ellas. Enfermo con ellas. Mi arte es vida. Desamor. Desvida. Mi vida es arte. Malo. Arte malo. Desamor. Desarte. Yo que querría besarte. Desearte.

No puedo escribir. No lo soporto. No lo soporto más. Pero, escribiendo, al menos, me duele.


18 - 1 - 13

domingo, 24 de febrero de 2013

Mapa del Tesoro

En el trastero, en la gaveta más olvidada del más destartalado pupitre, he hallado un saquito de arpillera, todo dentera y polvo. Dentro, alguien abandonó veinte preguntas. Veinte preguntas que transcribo en el aleatorio orden en que las he extraído. No sé si así forman el imposible mapa del tesoro de un sufrimiento. A saber:
 
¿Por qué hoy una tristeza tan, tan sin naturaleza humana que no cabe en la lana de mis calcetines? ¿Por qué hoy, si yo creía que sólo era una metáfora, el hospital de la pena ha detectado un clavo, con todo su hierro, sangrándome el amor? ¿Por qué hoy, si no me llamara juan el de la cruz, me llamaría dolor o zanja o costurón? ¿Por qué hoy la bondad se ha marchado, se me ha marchado, y me ha puesto vacío? ¿Por qué hoy sé que moriré esta tarde, que la palabra que vas a decirme me suicidará justo -injusta- esta mismísima tarde? ¿Por qué hoy lo corpóreo acecha con tentación de vena, de cuchilla, deceso? ¿Por qué hoy la espina de la...? ¿Por qué hoy la queja se hincha como un montgolfier que sólo descendiera? ¿Por qué hoy me llama, desde el otro lado, una voz siniestra? ¿Por qué hoy dios sólo me concede el pavor del tiempo? ¿Por qué hoy salgo desnudo a pesar de mi impecable traje de franela y de mi corbata de guerra? ¿Por qué hoy mi piel es una frontera tan irrisoria para el virus de la desesperanza? ¿Por qué hoy hay cordero para comer? ¿Por qué hoy he averiguado el invierno? ¿Por qué hoy no me queda lugar en la belleza? ¿Por qué hoy quepo cabalmente en la fosa? ¿Por qué hoy la palabra nunca se ha hecho carne? ¿Por qué hoy no me perdonas ser pequeño? ¿Por qué hoy la fúnebre certeza? ¿Por qué hoy?

19 - 12 - 12

domingo, 17 de febrero de 2013

Guantes

Mis queridos guantes:

Requetenegros, curtidos gemelos de mis manos capitolinas, de la roma de mis dedos, guantes, como anillo al cielo, mamáis calientes las ubres de mis sueños. Cuando están fríos, tiesos, duros, virilmente erectos, los acogéis como se cierran diez cuerpos al amarse, os acopláis como aire sobre un pájaro, los entibiáis como agua sobre un huerto. Guantes cavernosos y secos, guantes hospitalarios, guantes muelle, guantes pecho, guantes como madre, como útero, negros guantes todo sexo, hoy mismo quiero agradeceros vuestro virginal acogimiento y perpetraros diez besos.

Aguerridos guantes de la batalla de mis dedos, guantes refugio, trinchera, dos mujeres guantemente versos, aceptad el amor lento de vuestro huésped.

De "Cartas a mis cosas"

sábado, 9 de febrero de 2013

La tetera

Algo debe de haber en mi alma. Me he fijado que en la tetera había una mácula. Como un jirón mate que mancillaba tanto brillo. Siempre va conmigo un pañuelo blanco. Lo he aplicado a la alevosa mancha. Persistía. He frotado con más ímpetu. Persistía. He desistido de mi pañuelo. Con saña he raspado con un cepillo temiendo herir la plata. La tacha persistía. Afrentosa. Muy picado, he decidido recuperar mi pañuelo. Cándido. He acercado la tetera a mi boca y le he exhalado aliento. Rápidamente la he acariciado con el lienzo. La mácula se ha rendido a mis adentros. Se ha perdido. Todo era espejo. No me cabe duda. Algo muy puro debo de tener en mi alma.
De "Teoría de Fragmentos"

miércoles, 6 de febrero de 2013

Federico

Decía Federico que el meollo del gitano es la pena, que se filtra. Por eso Federico, que se abría las venas por los demás, le cantaba. Al gitano. Porque el gitano es la antonomasia de la pena.

Yo estoy convencido, ahora, de que Federico, mi Federico, el que a tantos alumnos he descubierto, me cantaría. Cantaría mi alma gitana. Porque en este momento, a treinta de enero de dos mil trece, a las siete y cuarto de esta perenne noche que soy, no hay en ninguna esfera más pena que en mi alma. No hay en ningún hemisferio ningún gitano en cuya navaja resida tanta pena como en mis ojos. No hay en toda la circunferencia de la Andalucía universal ningún Camborio que se alimente, flaco, de tanta pena como yo. En este momento, perpetuas siete y cuarto de esta perpetua noche nochera, no hay en toda la luna lorquiana de la gitanería nadie que renuncie a toda cosa, como declaro que renuncio yo, por ser pena. Sólo pena. Toda la pena.

Yo estoy convencido, ahora, de que mi Federico me cantaría a mí. Porque la pena se me filtra. Porque yo creía que el alma no existía. Pero ahora, a treinta de enero de dos mil trece, sé que existe. Que mi alma existe. Porque en ningún lugar físico puede, me puede caber tanta. Tanta pena.

Y por eso estoy convencido de que Federico cantaría, ahora, en romances, mi alma gitana.

 
30 - 1 -13

sábado, 26 de enero de 2013

Disfraz


Hoy me ha felicitado el médico. Vas impecablemente conjuntado. Me ha dicho. Me ha dicho que el tono de la americana se condecía a las mil maravillas con la alpaca gris marengo del pantalón. Me ha dicho de la perfección del nudo de la corbata. De su vuelo grácil aterrizando en la pechera por mor del oro del alfiler. Me ha dicho que nunca había visto algodón de camisa tan bien planchado. Y me he dicho, por fin, que el charol de los zapatos con que me arrastro brillaba negro y noche. Hoy, pues, me ha felicitado el médico. Mi porte. La prestancia. La caída de la ropa. 

Del dolor de tanta elegancia. Del tumor bajo el disfraz no me ha dicho nada.

18 - 1 - 13

sábado, 19 de enero de 2013

Resistencia

Obviamente no es cuestión de fuerza. Meticulosidad. Necesito ser meticuloso. Proceder con cuidado. La operación requiere solicitud. Extremo. Del viejo marco de plata he de quitar la foto. Su foto. Es un viejo marco de plata. De plata antigua. De esa plata abigarrada y grave que hay que lustrar de vez en cuando. El cristal manchea por acá y por allá. Huellas. Polvo incrustado. Algunos besos indelebles. Pretéritos. La plata precisa ser bruñida. Un óxido, como si fuera pesantez de tiempo, ha impuesto su mancilla por doquier. Es un viejo marco de plata. De plata antigua. También está añecida la foto expuesta. Su foto. Con su sonrisa de entonces. Y sus hoyuelos. Y la mirada que columbraba el infinito. Que no suponía que hubiera un fin. Que no suponía que algún día, hoy, yo tuviera que retirarla. Que despojarla. Que retirar la foto. Su foto. Porque se hubiera acabado.  
 
Obviamente no es cuestión de fuerza. Necesito ser meticuloso. Cuidadoso. Pero el marco se opone a ser desposeído. El cristal se afirma en su maculada transparencia. La plata reclama su derecho y se obstina en no ceder. La foto no abandona. Su foto. Se aferra, se argenta al soporte y se niega a marchar. Es como si marco y cristal y plata se rebelaran y defendieran su prenda. La foto, su foto, no se desprende.

Obviamente no es cuestión de fuerza. Es la última inercia del amor. La pura resistencia.

Exactamente lo mismo le pasa a mi corazón.

30.12.12

martes, 8 de enero de 2013

A mi Cristo de plata


Mi queridísimo cristo de plata:

Sin cruz, flotando crucificado en el mar jaspe de una medalla como de amatista, sin cruz, ingrávida, franca, desprendidamente colgando, sin cruz, mi cristo crucificado de plata sobre la mesa del despacho, muertemente velando. Mi pequeño cristo de plata crucificado -sin cruz- en la laja cornalina, yo sé que a tu retorcido cuerpo de carne y verbo le ofende el metal rico en que te apresó el ignorante orfebre; yo sé que, sin cruz, tus palmas y tus plantas y tu torso necesitan el hogar de su madera y repugnan el tacto frío de la preciosa piedra. Reclaman una simple cruz de madera en que perdonar. Y posarse.

Sin cruz, mi queridísimo cristo de plata sobre amatista u ónice o ágata, no sé, reducción, bagatela, miniatura gigantesca, por qué no, mi cristillo descrucificado, ahora que puedes, sin cruz, sin plata y sin piedra, reencarnado, a lo grande, por qué no se lo pides a tu padre y, de nuevo, vuelves sin cruz a la tierra. Al acecho -¿por qué no?- te espero.
 
De "Cartas a mis cosas".