sábado, 19 de noviembre de 2016

La italianidad imposible: también Alberto Sordi

Ponencia presentada por el profesor Juan L. de la Cruz Ramos, del Departamento de Filología Hispánica de la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) en el Congreso de Italianismo que se ha celebrado los días 17 y 18 de noviembre 
en la Facultad de Letras de Vitoria-Gasteiz. 


El hecho de que un hispanista haya sido invitado a un Congreso italianista dice mucho, y bueno, de sus organizadores. El hecho de que un hispanista haya sido invitado no sólo a leer esta modesta comunicación sino a formar parte del Comité Directivo de dicho Congreso italianista dice mucho, y alto, del talante superior y alzado de sus organizadores. El hecho de que este hispanista que les habla fuera requerido con impecable insistencia por la profesora Loreta de Stasio, ilustre italianista, para participar en este Congreso que organiza y dirige fue para mí un honor inmerecido y, desde luego, nunca pagable. Honor inmerecido tanto más cuanto me consta que la profesora Loreta de Stasio sabe de mi radical humanismo. Humanismo que me aleja de las etiquetas que tratan de enconsertar al hombre. Adjetivándolo. Humanismo que me confirma en la certeza del absoluto del hombre. Humanismo que me confirma en mi convicción de la integridad del ser humano como tal por encima de accidentes nacionales, raciales, políticos, religiosos o de cualesquiera otra artificial naturaleza. 

Nacido en San Sebastián a principios de la década de los sesenta la perversidad de la vida me hizo capricho paciente de una trágica sucesión de fenómenos del devenir histórico. El nacionalismo español del franquismo, primero; y el asfixiante nacionalismo vasco, después. Ambos pretendieron, sin éxito, asesinar mi ingénito humanismo revalidado por una inteligencia pensante e independiente. Inteligencia dependiente, eso sí, de la más disolvente e inerme de las potencias: la bondad. La palabra buena. El ejercicio constante e incansable de la lectura y el palpitar desafiante de un corazón rebelde triunfaron sobre lo superfluo y me ratificaron la infinita grandeza de la pequeñez miserable de la condición humana. La infinita grandeza de la pequeñez miserable de cualquier hombre. 

Convencido como estoy de que existen los españoles, pero no la españolidad. Convencido como estoy de que existen los vascos, pero no la vasquidad. Comprenderán ustedes mi honda exactitud al afirmar sin titubeos que existen los italianos pero no, de ninguna oscura maniera, la italianidad. La imposible italianidad. Existen decenas de millones de italianos. Claro. Uno y otro y otro y otro y otro. Cada quien irresignable, gozosamente único. Pero no existe ninguna esencia italianista tipificadora, igualatoria ni reduccionista. Ni, mucho menos, ninguna esencia italianista mitificable. Peligrosísimamente mixtificable. Quiero -quiero- remachar algo bien sabido por todo bien nacido: la identidad es quebradero muy complejo. Puro enredo. Singularidad inextricable. La pregunta. El enigma. El vértigo metafísico. Absurdamente irreductible a una absurda cédula de nacionalidad. 

Así pues resulta fascinante haber sido impecablemente invitado a este Congreso. Resulta fascinante la paradoja de estar interviniendo en un Congreso sobre una inexistencia. Un Congreso sobre la italianidad de la que el ponente es consciente de su inconsistencia. Sólo en España y en Italia puede acontecer tal cosa. Tal no cosa. 

Cuando yo era el profesor Lázaro Valbuena, antes de que me mataran, decía así a mis alumnos:

Quienes anteponen lo nacional, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos, a lo social y a lo ético, son siempre sospechosos. Tienen algo que ocultar. Una viejísima y eficaz fórmula de control. Lo nacional es por definición particular y excluyente. Todo nacionalismo abre un pavoroso abismo de pronombres. Nosotros. Ellos. Cualquier nacionalismo es creador de otros, del otro. Y enemigo, por ende, de lo humano, de la humanidad. El nacionalismo es la necesidad de crear adversarios. Es lo opuesto a la amistad. Al amor. El nacionalista no es un humanista. No ama al hombre. Lo discrimina. Lo categoriza. Lo adjetiva. Establece grados de humanidad. El otro es diferente a mí. Vale menos que yo. Es peor. No es un hombre. Es un perro. ¿Por qué no apalear a un perro sarnoso? ¿Por qué no matarlo? En nombre de una identidad enfermizamente inflamada. Siempre falsa. Toda nación es una falacia. Cuanto más grande es la nación, mayor es su mentira. No hay más identidad que la humana. Pensad en lo que os digo. No hay más patria que el hombre.

Establecido así el fundamento irrenunciable de mi intervención puedo construir, sin miedo a ser malinterpretado, el hospitalario edificio que los italianos habitan en la cosmovisión hispana. Ser italiano en España es un ser entre amable y filoso. Ser italiano en España responde a una facilona, simpática y cruel retahíla de estereotipos que conforman una irisada -y hueca- pompa de jabón. La metáfora de la torre de Pisa, siempre cayendo, la belleza de esa caída geométrica perfecta que se permanece, declinante y altiva. La metáfora de la Venecia que se hunde inexorablemente y, arrogante, flota obstinada la simpar hermosura decadente de la covachuela de sus palacios. La verticalidad de los Duomos vacíos de dioses que devanan mármol al cielo. El calor familiar y entrañable del catolicismo pagano y falso. Los brazos abiertos de la plaza de Bernini que cierran el Vaticano al acogimiento de la pobreza. La bondad dentífrica de los Papas. La nariz de pinocho que se yergue en sospecha de falo. La sonrisa oficial de La Mona Lisa, en verdad, en verdad, nunca comprobada. El negocio multitudinario de la Fontana de Trevi, que sólo asegura el regreso pagando. La posibilidad de Volare sólo si se gana el Festival de San Remo y el trovatore se llama, qué nombrecito, Domenico Modugno. El marrón escatológico y diarreico de la Nutella tentadora. La tentación incitante de la promesa pectoral de la Loren y la Lollobrigida. El cine irrepetible de tanto genio acabado en -i latina: Bertolucci, Fellini, Pasolini, Visconti. La mentira de la patria resuelta en la música eterna de Verdi. La música universal resuelta en la voz prodigiosa de Caruso o Pavarotti. La injusticia social del teatro a la italiana. La hondura trivial de la Comedia del Arte. El viaje desde los Apeninos hasta los Andes del Marco de Edmundo de Amicis buscando a una madre que no merece ser buscada. La patraña de la Mamma, que tanta inseguridad entraña. La efervescencia lúbrica de las mujeres y las infinitas capacidades amatorias de los machos. La exquisitez de la moda, idónea para Principessas sin Principados y para Latin Lovers que pilotan un Ferrari. Rojo, por supuesto. 

El actor Alberto Sordi
Ser italiano en España responde a una facilona, simpática y cruel retahíla de estereotipos que conforman una irisada -y hueca- pompa de jabón. Italia en España es el macarrón, son los macarrones y, sobre todo, la reyezuela de la gastronomía, la pizza, esa caricatura del magno bocadillo ibérico. Italia en España es el ramplón catenaccio futbolero y la pelusa de apellidos legendarios, tipo Maradona. Italia en España -país de holgazanes ocupados, gandules nobiliarios y perdularios cucañeros- es el vago ideal de la dolce vita y el supremo ideal del vago: el dolce far niente. Italia en España es cierta permisividad con el Fascismo, entendido como mucho menos malo que el Franquismo o el Nazismo, suavizado por sus veleidades futuristas. Italia en España es cierta permisividad con la Mafia, la Cosa Nostra, la Ndrangheta, quizá porque su maldad cierta se ha diluido en míticos filmes pero también en ínfimas películas violentas de serie B. Italia en España es una infinita Nápoles sureña con calles atestadas de ropa tendida, palabrotas y motorinos. 

Y, sin embargo, yo, humanista, hispanista, humanista hispanista que niega la italianidad porque tal cosa no existe, reconozco que los grandes artistas italianos han formado parte mollar de mi conocimiento, de mi área de confort de la Belleza. Porque esos grandes artistas italianos, claro, por ser tan grandes, ejercían de artistas mucho más que de italianos. Sólo voy a desplegar algunos ejemplos.

Belleza. Belleza absoluta crea Dante cuando en el Canto XIX del Infierno canta:

…yo nunca me aparto
de quien a mi silencio voz procura

Belleza. Belleza absoluta crea Petrarca cuando en la Canción CXXX canta:

Para el llanto nací y en llanto vivo,
y alimento mi pecho con suspiros;
mas no me quejo, porque en tal estado
es dulce el llanto más de lo creído

El gran Pavarotti
Belleza. Belleza absoluta crea Miguel Ángel cuando esculpe La Piedad. Cuando Miguel Ángel esculpe a la madre del Cristo la esculpe hermosamente, inverosímilmente joven. Una jovencísima madre indecible en su preciosidad porque cuida -y sólo cuida- al hijo frágil, ya muerto. De mármol blando y maternal, cuida. Trabaja de madre. Por eso se permanece en sublimación de juventud como sólo una madre sabe demorarse. Enamoradamente. Porque el amor embellece y retiene. Detiene. El tiempo detiene.

Belleza. Belleza absoluta. Belleza sabia -perdón por la redundancia- crea Italo Calvino cuando reflexiona sobre la escritura en El caballero inexistente:

Ponerse a escribir con ahínco no evita que llegue una hora en que la pluma sólo rasca polvorienta tinta, y no discurre ya ni una gota de vida, y la vida está toda fuera, fuera de la ventana, fuera de ti, y te parece que nunca más podrás refugiarte en la página que escribes, abrir otro mundo, dar el salto.

/…/

No está dicho que se salve el alma escribiendo. Escribes, escribes, y tu alma está ya perdida.


Belleza. Belleza absoluta. Belleza desoladoramente extraída de la absoluta fealdad crea Primo Levi. En La tregua recuerda a Hurbinek. Que

no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había interpretado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando. Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas…

/…/ 
Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías.


Belleza. Belleza absoluta. Belleza grotesca. Película: I Due Nemici. Título traducido con brillantez al español como Su Mejor Enemigo. Segunda Guerra Mundial. Etiopía. O, mejor, Abisinia, 1941. Absurdo enfrentamiento militar entre David Niven, el irritante oficial gentleman, y Alberto Sordi, el capitán espantapájaros, el cómico, el ridículo soldado italiano que hace las cosas a la italiana. En un momento dado, en una secuencia ilimitada, ecuménica, afronteriza -ni italiana ni inglesa-, en una secuencia pura, puramente humanista, los dos enemigos que no son enemigos, que no quieren serlo, que reniegan de su recíproca alteridad, se dicen, se cantan estos versos elementales:


-Mi esposa me dijo que no le importaba que no fuera un héroe. Pero que volviera a casa.
-Procure usted complacer a su mujer.


La italianidad no existe. La imposible italianidad. Existen decenas de millones de italianos. Claro. Uno y otro y otro y otro y otro. Cada quien irresignable, gozosamente único. Pero no existe ninguna esencia italianista tipificadora, igualatoria ni reduccionista. Ni, mucho menos, ninguna esencia italianista mitificable. Peligrosísimamente mixtificable. Existen Dante y Petrarca y Miguel Ángel e Italo Calvino y Primo Levi y Alberto Sordi. Italianos. Sí. Pero radicalmente hombres. Hombres sin adjetivos. Sin gentilicios. Hombres que, cuando creaban, ejercían sólo como sólo hombres. Hombres que crearon como sólo hombres, desde su bendita condición de sólo hombres, la Belleza absoluta. La Belleza universal.