domingo, 26 de enero de 2014

Credo

Cuando era pequeño e iba a la misa en fila y me arrodillaba con todos y rezaba al unísono, monótono, y creía en dios por la gracia del colegio y sus baberos, cuando tenía siete u ocho años, digo, sabía de memoria, sin corazón, una larga letanía que se llamaba el credo. Al declamarlo, frío, me proclamaba superferolítico y dogmático y, a la postre, esdrújulo.

Algo más tarde, cuando el primer vello me adolecía y la adolescencia, ingrata, se había instalado en todas mis convicciones, la duda, grave y llana, me hizo olvidar. Y temblar. A mis catorce años temblaba todos los días. Hoy, por supuesto, desde la última vuelta del camino, me río de todo aquello. Mientras tiemblo poderosamente más.

Un día de la larga, perpetua pubertad, el profesor de latín resucitó en alguna de sus clases la palabra. Credo. Yo, desconfiado, pensé en la lejana retahíla doctrinaria y supuse que el inflado maestrillo volvería a la carga inquisitorial. Pero no. Se trataba, entonces, de algo nuevo. Nuevo para mí. Que eso significa siempre nuevo. Se trataba de etimología. El profesor explicaba que el verbo -credo- procedía de dos vocablos que se fusionaban. A mí eso de que dos palabras se amaran hasta fundirse me fascinó. De hecho todo desapareció. Todo me desapareció. Ya no había más que escucharle. Yo no hacía sino escucharle. Credo, decía, era fruto de la unión amorosa entre CORS y TÍZEMI. Entre corazón y poner. Creer era poner el corazón. Poner el corazón. 

Hoy, desde la última vuelta del camino, persevero teniendo inflamada la belleza. Mi alma insiste siendo como si fuera una glándula amatoria. Hoy, aunque ella ya no me ama, a pesar de toda, hoy, yo, la sigo queriendo. Porque un día creí en ella. Le puse mi corazón. E instalé su corazón en el mío. Porque un día cordializamos. Hoy, desde la última vuelta del camino, aún, claro, creo en ella.
 

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