Cuando uno llega a un cielo -hielo, tal vez, quiero decir- en que la edad ya no puede esperar. Cuando uno llega tan lejos -viejo, quizá, me atrevo a fingir-, uno se abisma al balance. A su riesgo. Uno -tan lejos, tan viejo- concluye que, acaso, no merece la arena. Que nunca disfrutó de la playa. Que nunca el mar le bañó de tierra. Uno -tan viejo, tan lejos-, desde su prudencia, concluye que, a lo peor, lo mejor es no ejercer balance. Que, a lo error, ojalá -incluso- no haber vivido. Para qué. Para llegar -no llegar, seguramente, quiero decir- solo, sin acento, a ser distancia.
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