No es que lo hubiera descubierto. Se había topado con él. Más bien no se había topado con nada. Porque el número nihil no existía. Precisamente: Ese número era ausencia. En la serie enemillonésima el número sucesivo al trece no era. En vertiginoso salto digital le sucedía el quince. Así, el número enecientosmilmillonescatorce no existía. El número nihil. El capricho de la ciencia exacta. Esa anomalía matemática, esa inexplicable excepción cuántica, esa imposible certeza le satisfizo, le ratificó la inexorable verdad de la aritmética.
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