sábado, 9 de marzo de 2013

Yo morí a los cincuenta

Prólogo

Yo morí a los cincuenta. El día tres de julio del año en que los cumplí. Desde entonces. Como puedo. Como la tierra que me requiere me deja. Una serena automoribundia. Una calmosa agonía. Me continúo en sosegados estertores que me regalan, fieles, ventilación. Sigo comiendo. Desayuno. Y almuerzo. Y ceno. Pero ya no como. Ya no como antes. Ya no me alimento de pan ni de galletas de luna. Ando. Voy de aquí para allá. Pudiera decir que peregrino. Pero no me quedo en ningún. Todo mi presente es estar. Estar marchando. Perdí el futuro. Me apeé. 

Yo morí a los cincuenta años. Aquel día tres de julio. Justo cuando. Justo cuando ya no. Todo fue templadamente. Sin llanto. No hubo espasmos ni tragedia. Pero yo lloraba. Desde donde empieza hasta donde termina mi adentro, lloraba. Entre espasmos apacibles. Mi tragedia invisible. Todo fue vértigo. Verticalmente tranquilo. Plácido. Sin alas.

Yo morí a los cincuenta años. De aquel tres de julio. Cuando ya no. Justo cuando ya no. Se acabó. Mi vida. Mi alegría eterna. Se acabaron. Y hasta decidí acabarme. Pegarme un verso. Pegarme el último verso. Escribir el último disparo. No lo hice. Y mira que lo planeé. Y mira que supe cómo hacerlo. Pero no lo hice. Aunque. Porque. Aunque ya no podía vivir la belleza aún podía contarla. Me quedé. Me he quedado. Muerto. Es verdad que muerto. Pero me he quedado. Ya no viviendo la belleza. Como antes la vivía. Ahora ya no puedo. No viviéndola. Sin embargo, aquí estoy, pobre de mí, sobre de mí, contándola.
 
5 – 12 - 12

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