Cuentan los sabios, los filósofos, los poetas -tres alas para el mismo vuelo-, cuentan, digo, de un filósofo, de un poeta, de un maestro -tres vuelos de la misma ala- que se cayó cómicamente. Cuentan que contemplaba el cielo, paseando a tierra las estrellas, y que no advirtió una fosa en el suelo y que se derrumbó en ella como un fardo. Cuentan que el cosmos se rió de aquel filósofo, de aquel maestro, de aquel poeta que intentando vivir la vida de arriba no sabía siquiera andar aquí abajo sin tropezarse.
Tal es la historia, la anécdota, mejor, que cuentan. Yo entiendo bien a aquel sabio despistado. A aquel sabio alado, alto, que, viviendo elevado, fue reclamado por la tierra. Yo he volado años y leguas junto a la luna, a la que casi ya no quedaba blanco. Yo he volado eternamente el instante en el que me llenabas el mundo. Yo he volado, cada noche, reclinado en tu pecho, cara al cielo, por las cimas del cielo. Yo he volado tanto mi amor que mi amor era sólo eso. Vuelo. Pero, volando, volando, aéreo, perdida la consciencia de mi peso, no me percataba de que caía a plomo, volando, cayendo, cayendo a la fosa que el maldito cosmos -envidioso, riendo- había dispuesto. Me había dispuesto.
Cómo entiendo a aquel maestro, a aquel poeta alado, despistado, enamorado y, al cabo, descenso.
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