Me hacía una pregunta. Siempre me ponía una pregunta a la altura. Una pregunta que me hacía más alto. Yo lo notaba. Cómo crecía. Aunque nunca tuviera. Aunque nunca acertara la respuesta. Mi hermano mayor -él creía que jugando- siempre me perturbaba con alguna de sus preguntas. Por ejemplo. A que no sabes cómo se llama un cabo muy grande que hay al sur de África. Muy ufano me espetaba que él sí. Que él sí que lo sabía. Porque se lo acababan de explicar -de explicar…- en el cole. En su clase. Que era, claro, la de los mayores. Yo, aturdido, saltando mi ignorancia de un pie a otro, ni siquiera sabía qué fuera un cabo -un soldado no era, eso seguro- ni qué fuera África. Aunque notaba que crecía, que crecía con la pregunta, mi conturbación era tan grande como mi rabia. Mi hermano mayor, conmiserativo, entonces, indefectiblemente me regalaba una pista. Te voy a dar una pista, sonreía. Empieza por E y termina por A. Yo me estrujaba los sesos que, como dedos, se me habían caído a los bolsillos de los pantalones. Y, humillado, le respondía que no. Que no lo sabía. Que ni aun así lo sabía. Ni aun con la pista de las vocales inicial y final. Llegados a este punto, mi hermano, disfrutando dolorosamente, inquiría, me inquiría: ¿errendi? Lo que, en nuestra jerga infantil y secreta, equivalía a un demoledor ¿te rindes? Yo me debatía entre mí mismo, rebelde a la derrota, hasta que, en un alarde de fragilidad, muy bajito, susurraba que sí. Que me rendía. Y ahí la edad de mi hermano mayor se engallaba chillando: ¡Esperanza, el cabo de Buena Esperanza!
Hoy, muchos años después, ya no hay hermano mayor. Yo soy, insuficiente, mi propio hermano grande. Cuánto daría por mantenerlo. Por mantenerme el pequeño. Persiste, sin embargo, la pregunta. No aquélla, claro. Sino otra. La pregunta. Que no me eleva. Que me perturba implacablemente. No hay, tampoco, colegio donde me la puedan explicar. Explicar… Ni hay, tampoco, pistas sobre su resolución. Así, vivo derrotado. Sin ella. Como el hierro, como el yerro, férreamente rendido. Sí. Rendido. Sin ella. Lejos. Indeciblemente lejos, al cabo, de la buena esperanza.
19 - 4 - 13
Hoy, muchos años después, ya no hay hermano mayor. Yo soy, insuficiente, mi propio hermano grande. Cuánto daría por mantenerlo. Por mantenerme el pequeño. Persiste, sin embargo, la pregunta. No aquélla, claro. Sino otra. La pregunta. Que no me eleva. Que me perturba implacablemente. No hay, tampoco, colegio donde me la puedan explicar. Explicar… Ni hay, tampoco, pistas sobre su resolución. Así, vivo derrotado. Sin ella. Como el hierro, como el yerro, férreamente rendido. Sí. Rendido. Sin ella. Lejos. Indeciblemente lejos, al cabo, de la buena esperanza.
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