Me encantan las sastrerías. Puesto
que mi cuerpo es alma las sastrerías son el refugio idóneo para mi fragilidad.
Elijo la tela que me va a acorazar. El sastre toma medidas. Me toma medidas.
Como si yo fuera un campo. Geometría. Y, finalmente, por mor de las manos demiúrgicas, un anónimo
retal cualquiera se resuelve en mi narcótico disfraz.
Me encantan las viejas sastrerías.
Todas de madre madera. Sus baldas de nogal. La filigrana del hilo de naranjo.
Las viejas sastrerías acogedoras. Cobijadoras.
Mentirosas. Me encantan. Me encanta, sobre todo, su olor. Ese olor
plateado a tijerazas caricaturescas. Ese olor azul de los tejidos obscenamente
dispuestos, expuestos.
Ese olor adictivo de las viejas
sastrerías me recuerda inevitablemente a mi padre. Me evoca aquella vez,
tendría yo nueve o diez años, en que lo acompañé a una prueba. Le estaban
cosiendo otro traje nuevo. El maestro costurero nos esperaba reverente. Nos
pasó a un elegante vestidor. Tan grande. Allí mi padre y yo nos quedamos a solas
con el fascinante terno. Y entonces se me abrió la sorpresa. Me volaron los
ojos. Para probarse el nuevo, claro, mi padre hubo de despojarse del impecable
conjunto diplomático que llevaba puesto. Fuera la chaqueta. El chaleco fuera.
Yo miraba atónito. Descubriendo. Abajo también los pantalones con su raya
exacta, vertical. Don Padre casi en cueros. Desnudo de su armadura. Y, así,
puro hombre, era igual que yo. Igual que yo…
Ahora, todavía, me siguen gustando
las sastrerías. Las pocas viejas sastrerías que resisten. Pero, ahora, sin
padre y sin amor, cuando me desvisto, pobre, sin amor, en sus probadores, ya no
soy igual que era mi padre. Hombre puro. Ya no soy, siquiera, igual que era yo.
Ahora, solo, maniquí. Muñeco surreal.
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