Hasta el más cruel de los hombres siente un insuperable
escrúpulo que no le deja matar a un niño, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos.
Hasta el más inhumano aprecia una humanidad incipiente, completa, sagrada,
inviolable, lábil, en los hoyuelos de un bebé que, glotón, chupa indolentemente
el tete de la vida. Hasta el más desnaturalizado columbra en la fragilidad
infantil una raíz, un hilo, una vibrante mariposa de humana tierra. Pues pensad
en esto, decía Lázaro Valbuena a sus alumnos. En que en todo hombre se conserva
el niño. En que en todo hombre se agazapa la reminiscencia de una infancia
persistente. Resistente. En que en todo hombre perdura, se obstina un
muchachito perenne. Ocupando juguetón, terco. Ocupando todavía los primeros
dedos de sus centímetros, la primera vida de sus pasos. El niño que fue insiste
en el hombre que es. El hombre consiste en poco más que un niño que se
permanece, crece y se arruga. Matar a un hombre es un abominable infanticidio.
Porque todos los niños posibles se alojan en cada muerto. Se hospedan en él. Se
cobijan. Matar a un hombre es desahuciar al niño que amorosamente le quedaba,
le amanecía dentro.
De “Lázaro Valbuena”
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