He decidido que hoy no voy a bajar donde Josefina y Karmele. Casi todos los días lo hago. Bajar. A donde ellas. Las sempiternas hermanas nunca abuelas. Bajo a por pan o un culín de vino o azúcar -¡azúcar!-... Y, sobre todo, bajo a por la banal cháchara sonrisa de Josefina y a por la timidez jonda del silencio de Karmele. Subo cada día -¿subir, yo?- cargado, además, de aceite y frutas y luz en conserva y nervio cósmico. Hoy he decidido no bajarme donde ellas. Por vez primera. Porque he de asumir -me ha de consumir- el hecho de que Josefina y Karmele ya no están. Ya no me están. Que ya... Así que hoy, desde hoy, no bajo. Ni subo. Ni...
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