domingo, 21 de junio de 2015

Confutatis

En verdad te digo, señor, que, a tu diferencia, yo y todos los hombres buenos, todos muertos, ya muertos, no condenaremos a nadie. Ni siquiera, claro, a ti. Recién converso a la rasante verdad. Yo entiendo que, pudiendo perdonar, hay que perdonar. Yo entiendo que condenar eternamente -nada menos que eternamente- no es ejercicio de bondad. Sino ejercicio de venganza. De sobrepoder. No sólo hay que perdonar al arrepentido. O al justo. Eso es fácil. Perdonar, digo, al arrepentido o al justo. Lo misericordioso es saber perdonar al injusto empecinado. Al malo. Al otro. Ése es el ejercicio de compasión incondicional del bueno. En verdad te digo, señor converso, que ni yo muerto ni los buenos hombres muertos, erigidos en muertos jueces, rechazaremos a los malditos ni los entregaremos a las llamas. No haremos ceniza de ningún corazón. Tampoco del nuestro: jubiloso en su magnanimidad. Supliquen o no, perdonaré, perdonaremos a todos desde nuestra acendrada piedad.

De "Requiem"

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