Tiene noventa años. Son las cuatro de la madrugada. Casi sin caderas, en curva a la tierra, como sea posible, se levanta una vez más de la cama. En una mano el bastón. Trípode resignado. En la otra el orinal. Cetro de la incontinencia. Ya está de pie. Trastabilla. Carmen, la suya -no es posesivo, es amor-; Carmen, digo, también vieja, en duermevela, le sujeta firmemente el corazón. Cuando Josemari termina, temblando el bastón y el orinal y las manos, los ojos en pregunta, se vierte en voz alta: ¿Y ahora qué hago? Carmen, la suya, duermevelada, le aprieta más el corazón lento y le susurra que toca volver a la cama. A soñar.
Josemari no lo sabe. Pero sus noventa años sí saben, claro, que su pregunta, que su perdición, son la condición del hombre. ¿Y ahora qué hago?
Desde que no está ella, mi ella, desde que ella no está, ¿qué hago yo? ¿Qué hago, ahora, yo?
Josemari no lo sabe. Pero sus noventa años sí saben, claro, que su pregunta, que su perdición, son la condición del hombre. ¿Y ahora qué hago?
Desde que no está ella, mi ella, desde que ella no está, ¿qué hago yo? ¿Qué hago, ahora, yo?
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