domingo, 7 de julio de 2013

Camiseta

Yo soy friolero. Más aún desde que se me ha extinguido el hogar del amor. Por eso, como un guante hospitalario, me visto siempre una camiseta blanca. Un algodón madre que abriga mi temblor. Escondida, discreta bajo la ostentación del traje y la corbata nadie la adivina. Pero mi camiseta cumple su maternal cuidado calefactor fielmente.

Yo soy friolero. Por eso mi camiseta siempre talla menos de lo que debiera. Así se ajusta a la derrengadura de mi tronco, a mi corazón helado, y parece como que, ciñéndolo, me calentara. Como si pareciera.

Últimamente vengo observando un fenómeno desasosegante. Hace unos días en el pecho de la camiseta se atrevió una mancha. Roja. Sangre. Fría. Sangre fría. Asustado, me la descobijé. Me desvestí. Yo no estaba herido. Al menos por fuera. Desconcertado, decidí lavar la prenda. Una vez limpia y seca volví a ponérmela. Reconfortado, no pensé más en el suceso. 
Cuál no fue mi sorpresa, por la noche, al caer en la cuenta de que la mancha, en el mismo pecho de la misma camiseta, reapareciera. Confundido me exploré. Yo no sangraba. Incluso me ausculté. Lento, abrupto, el corazón me palpitaba pena.

Estos últimos días he lavado y requetelavado la intriga de la maculada camisilla. Una y otra vez, al despojarme, la mancha -sangre fría- se exhibía con estridencia. En el pecho blanco de la blancura. Por fin la he llevado a un laboratorio lleno de ciencia. El científico me ha dicho que, en efecto, la sangre persistente no es mi sangre. No procede de mis venas. La sangre fría que todos los días se obstina en el corazón de mi camiseta es de ella. De ella…


21 - 6 - 13

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