Desplegados por mi casa varios siglos de relojes antiguos. Ninguno funciona. O quizá sí. Quizá funcionen todos. Por algún capricho cronométrico marcan, unánimes, la misma rosa. No sé. Las siete, pongamos por amenaza. Iluso, a veces me convenzo de que me demoro en esas siete en punta eterna. Perspicaz, me sorprendo de cuánta pena cabe en una puñetera hora insoportablemente dilatada.
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