Me acuciaba. Lo había apetecido mucho tiento. Ayer por fin me colmé. El tranvía. De siempre me había fascinado el tranvía. Y su metáfora. Ayer por fin me satisfice. Lo hice. Me apeé una parada antes de lo que debiera. Y cumplí el envite. Desafiar al semoviente eléctrico. Retarlo desde fuera. Desde su fuera. Por supuesto corría más que yo. Cualquiera corre más que yo. Pero, altanero, yo lo perseguía, jadeante mi alma, sin humillación. La máquina se mantenía fiel a sus raíles. Yo, paralelo, me mantenía constante en su parangón. Ni él podía abandonar su vía ni yo quería traicionar la mía. Nuestra vida. Me ganaba. Claro. Acentuaba la distancia. Poderoso. Artefacto. Estrépito.
Modesta. Humanamente me empeñaba yo en el desafío. El tranvía llegó primero a su última parada. Exhausto, perdedor, tesonero, arribé después, muerto. De cansancio. De ajetreo. Casi muerto. De molimiento. Pero cuál no fue mi indemnización, mi regodeo, al prolongar mi carrera -exhausto, casi muerto- más allá de su estación término.
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